El fin del colonialismo económico y político no termina por sí solo con las relaciones coloniales. Con la desaparición del dominio directo de los pueblos nativos por el extranjero, aparece la noción del dominio y la explotación de los nativos por los nativos. Originalmente, se entendía por colonia toda posesión de un territorio en el que los emigrados europeos dominaban a los pueblos indígenas, a los nativos. Hoy al hablar de colonias o de colonialismo se alude por lo común a ese dominio que unos pueblos ejercen sobre otros.
La dominación colonial incluye la producción y colonización de la cultura, es decir, del pensamiento. La cultura “occidental”, siendo una cultura de una parte de la sociedad, se presenta como “cultura universal” a la que la mayoría quiere acceder. No se trata solamente de la subordinación de una cultura (colonizada) a otra cultura (colonizadora), sino que se trata de la colonización del imaginario, de la penetración del dominado, con la idea de que no se piense “otro”, diferente, y menos otro “colonizado”.
Este colonialismo impacta sobre todo en la forma de conocer, de producir conocimiento, perspectivas,imágenes, sistemas de imágenes, símbolos y modos de significación. Impacta también en los recursos, los patrones e instrumentos de expresión formalizada y objetivada, intelectual o visual: las culturas indígenas y tradicionales se convierten en culturas iletradas. Se trata de impedir la producción cultural de los dominados. Los medios de control cultural se trasforman en medios de control social, porque el colonialismo cultural provoca una sumisión mental y apatía, que anula cualquier iniciativa o acción política por parte de la población colonizada.
Las formas principales de colonización cultural fueron la imposición de la lengua y la religión oficiales de la metrópoli, lo cual era visto como «civilizar» a los «salvajes» con sus costumbres y tradiciones bárbaras. Ambos instrumentos de colonización cultural son fundamentales porque son los que permiten articular la cosmovisión de cada individuo. La lengua determina el pensamiento causal y la percepción, en definitiva, nuestra visión del mundo. La religión no sólo suponía la exposición de una doctrina, sino que, incluso mediante la fuerza, busca la asimilación de la misma, fundamentalmente de su jerarquía y su orden moral, a través del santoral, festividades, ceremonias y la educación. La educación es el vehículo por el que se transmite y reproduce la lengua y la religión colonial.
En la actualidad, los instrumentos de colonialismo e imperialismo cultural se han diversificado. Los países ricos o altamente industrializados, no solo ejercen sus posiciones hegemónicas hacia las naciones en desarrollo en el plano económico, sino también en el cultural. La globalización mercantilista ha hecho que la cultura se reduzca a los bienes culturales, principalmente productos de comunicación como programas y series de televisión, películas, obras literarias (best-sellers), videojuegos, cómics, música, etc., producidas en los países dominantes, que son consumidos por las masas a nivel global. En 1972, Armand Mattelart y Ariel Dorfman publicaron Para leer al pato Donald, mediante el cual examinan la literatura de masas publicada por Walt Disney en Latinoamérica. El análisis de las historietas protagonizadas por las figuras del pato Donald, sus sobrinos y su tío, demuestran que Disney difunde el estilo de vida estadounidense (american way of life), y no solo hacen propaganda del estilo de vida estadounidense, sino que instauran el sueño americano (american dream of life).
En 1993, el sociólogo estadounidense George Ritzer publicó su libro McDonaldization of Society para designar un fenómeno complejo en el que la adopción de las cadenas de restaurantes de comida rápida, basados en la eficiencia del control automatizado y estandarizado, se extiende a más y más sectores, hasta que se produce una homogeneización social. Este proceso comenzó con servicios de noticias breves, los micro-cursos que ofrecen universidades y academias, y la gran mayoría de productos digitales de la llamada nueva economía: todo se paquetiza de forma estandarizada para ser consumido y disfrutado de la misma forma.
La idea de la monoforma, que se deriva de la macdonalización, fue expuesta por Peter Watkins en La crisis de los medios (2017): «la monoforma es el dispositivo narrativo interno (montaje, estructura narrativa, etc.) que utilizan la televisión y el cine comercial para presentar sus mensajes. Se trata de un bombardeo de imágenes y sonidos, altamente comprimido y editado a un ritmo acelerado, que compone la estructura, en apariencia fluida pero sumamente fragmentada, que tan bien conocemos todos (…) incluye pistas repletas de música, voz y efectos sonoros, cortes bruscos destinados a producir un efecto sorpresa, melodías melodramáticas que saturan cada escena, diálogos rítmicos y movimientos de cámara permanentes». De hecho, este proceso también afecta a los guiones: predecibles, propensos a reflotar viejas ideas y ceñidos a marcos argumentales como el viaje del héroe.
Lo mismo vale para la música pop, ya que distintas investigaciones han demostrado, tras analizar miles de canciones, que los temas recientes ofrecen una menor diversidad de timbres, suelen interpretarse con los mismos instrumentos y que, en términos generales, el tempo de las canciones actuales tiende a hacerlas más lentas y más melancólicas. Además, el tema aislado es la nueva unidad de medida, la baja calidad de los formatos de descarga no requiere una lujosa producción, y, aunque YouTube está lleno de comentaristas, los antiguos prescriptores ‒críticos, revistas, programas musicales‒ casi se han extinguido.
Las plataformas digitales, aparentemente, permiten acceder a una gran diversidad de productos culturales audiovisuales, pero cabría preguntarse por qué tantos jóvenes acceden a un producto audiovisual (película, serie), y cuando este no cumple con la monoforma (montaje rápido, etc.), son capaces de visualizarlo de forma compulsiva, acelerando la velocidad de reproducción ‒por medio del fast forward, a velocidad 1.5x o 2x‒ o dando saltos para evitar las tramas lentas o los diálogos pausados.
Las principales marcas comerciales globales son estadounidenses, vinculadas a la producción cultural (Apple, Google, Microsoft, Amazon, Facebook e IBM) y la comida rápida (Coca-Cola, McDonald’s, Burger King, Pizza Hut, Kentucky Fried Chicken y Domino’s Pizza). En la actualidad, McDonald´s cuenta con unos 36.000 restaurantes en 118 países; y Coca-Cola cuenta con más de 24 millones de puntos de venta en 200 países.
La occidentalización cultural que han introducido estas marcas estadounidenses ha sido un proceso evidente, y apoyado por los oligarcas estadounidenses, a fin de sostener su hegemonía económica y política. La revista estadunidense The Economist incluso introdujo en 1986 el conocido como «Big Mac index», un método informal de comparar el poder adquisitivo en diferentes países, comparando el precio de una «Big Mac» en diferentes países. El 8 de diciembre de 1996, el periodista ganador de un Premio Pullitzer, Thomas Friedman, llegó a escribir en una columna de opinión que ningún país con un McDonald´s ha ido a la guerra contra otro, a pesar de que los contra-ejemplos abundan, sobre todo protagonizados por EEUU. Coca-Cola también ha sido utilizada como símbolo del imperialismo estadounidense y se llegó a hablar de la «diplomacia de la Coca-Cola» como el emblema del «poder blando» de EEUU, ya que estos productos occidentales del «American way of life«, llevarían los valores occidentales a los países donde se implantaran. Una sublimación colectiva para las masas de oprimidos a nivel global que nunca podrán alcanzar ese estilo de vida americano, pero al menos se conformarán bebiendo, comiendo, y vistiendo como un estadounidense.
El éxito del proceso de colonialismo cultural y occidentalización llevó a Samuel P. Huntington a publicar un artículo, titulado El choque de civilizaciones, en la revista estadounidense Foreign Affairs en 1993, y transformado posteriormente en un libro en 1996. La idea fundamental de Samuel Huntington es que en el siglo XXI los actores políticos fundamentale serían las civilizaciones, ya que la guerra de ideologías habría quedado superada (en el mismo sentido que afirmaba Francis Fukuyama). En palabras de Huntington «Los Estados-nación seguirán siendo los actores más poderosos del panorama internacional, pero los principales conflictos de la política global ocurrirán entre naciones y grupos de naciones pertenecientes a diferentes civilizaciones. El choque de civilizaciones dominará la política global. Las fallas entre las civilizaciones serán los frentes de batalla del futuro«. Así pues, el eje primario de los conflictos del siglo XXI sería, según Huntington, los ejes culturales y, sobre todo, religiosos, ya que, para Huntington, de todos los elementos objetivos que definen las civilizaciones el más importante suele ser la religión.
En ese contexto se comprende el concepto de «eje del mal» (en 1983 Reagan utilizó un término parecido, «imperio del mal», para referirse a la URSS) que utilizó el presidente estadounidense George W. Bush, en su discurso del Estado de la Unión el 29 de enero de 2002, para describir a los regímenes que apoyan el terrorismo: Irak, Irán y Corea del Norte, a los cuales, cuatro meses después, el Subsecretario de Estado John Bolton agregó Libia, Siria y Cuba. Posteriormente, se fueron añadiendo países a la lista de archienemigos de EEUU:
- En noviembre de 2018, también John Bolton, pero esta vez como Consejero de Seguridad Nacional de los EEUU, se refirió a Cuba, Venezuela y Nicaragua como la «troika de la tiranía» en Latinoamérica.
- En febrero de 2022 la comentarista conservadora Danielle Pletka llamó a China, Rusia, Iran y Corea del Norte el «nuevo eje del mal», en un artículo para el National Review.
La idea del choque de civilizaciones desvía la atención hacia las cuestiones religiosas, como la idea del fin de la historia, cuando los principales problemas globales siguen siendo económicos, políticos, ambientales y energéticos, derivados de unas determinadas ideas e ideologías.