Los trabajadores, desposeídos de los medios de producción y de sustentación de la vida, deben ofrecer su fuerza de trabajo para conseguir dinero y comprar las mercancías que le permitirán vivir. Por su parte, el capitalista, poseedor de dinero y medios de producción, al tiempo que prisionero del impulso desenfrenado y desmesurado por obtener la máxima ganancia, buscará en el mercado aquella peregrina mercancía que, al ser consumida, le reporte valor: la fuerza de trabajo. El trabajo vivo es el único factor productivo que aporta valor, ya que ni el dinero ni los medios de producción (materias primas, herramientas, maquinaria, locales, etc.) trabajan por si mismas ni aportan valor (en cuanto trabajo muerto u objetivado, tan sólo transfieren el valor que contienen nacido de un trabajo pretérito), aunque sean un instrumento que reporta eficacia y eficiencia en el trabajo.
El salario es el dinero que reciben los trabajadores asalariados en un sistema capitalista por el trabajo que realizan para la empresa. Normalmente, se recibe de forma periódica (semanal o mensualmente), pero con la proliferación de contratos temporales de corta duración y contratos por obra o servicio, puede que se cobre puntualmente y el trabajador sea despedido inmediatamente después de cobrar su primer y único sueldo con esa empresa.
El valor de la fuerza de trabajo se define como el valor del monto medio de bienes y servicios de todo lo que permite satisfacer las necesidades físicas (salud, alimentación, vivienda, calzado, etcétera), de capacitación, culturales, educativas y recreativas del trabajador y su familia, surgidas de las condiciones sociales, culturales e históricas que configuran el entorno general de trabajo del trabajador. Si el salario percibido por el trabajador es al menos tan alto como el valor de la fuerza de trabajo, es posible mantener las facultades que requiere del trabajador el proceso productivo, y garantizar su reproducción. Puesto que el salario que perciben los trabajadores equivale al valor de la cesta de bienes de consumo, el valor agregado o valor añadido es aquel que se compone, de una parte, de tiempo de trabajo necesario para producir la cantidad de mercancías que permiten reproducir la fuerza de trabajo. De otra, se trata de trabajo excedente o trabajo no retribuido que encarna el plusproducto o plusvalor apropiado por el capitalista en virtud del derecho que ejerce sobre la propiedad privada de los medios de producción. Los capitalistas, quienes detentan el control sobre el proceso laboral, poseen la capacidad o habilidad de extender o intensificar la jornada laboral por encima del tiempo de trabajo necesario para producir la cantidad de mercancías que permiten el sustento vital del trabajador y el de su familia.
George Weston, miembro del Consejo General de la Primera Internacional, afirmaba que la lucha por aumentos salariales era inútil, ya que los capitalistas siempre trasladaban los aumentos salariales a los precios. En respuesta, Marx explicó por qué los salarios no rigen los precios (la misma crítica que Ricardo hizo a Adam Smith), y sostuvo que la postura de Weston implicaba caer en la “ley de hierro de los salarios”, según la cual, los salarios en la sociedad capitalista inevitablemente deben ubicarse en el nivel de subsistencia fisiológica. Marx sostuvo que entre el nivel máximo de beneficios (esto es, el mínimo posible del salario, que es a nivel de supervivencia fisiológica) y el mínimo de beneficios, existe una amplia escala posible, ya que el valor de la fuerza de trabajo es una magnitud variable. Por eso, concluía Marx, la fijación del nivel del salario entre estos límites está determinada por la lucha continua entre el capital y el trabajo: los capitalistas tratan de reducir el salario a su mínimo, y los trabajadores presionan en la dirección opuesta.
El problema del salario es que cuando se pactan libremente las condiciones laborales con el empresario, sólo puede hacerse una estimación del valor de cambio que va a tener el trabajo que efectivamente va a desarrollar el trabajador en la producción de bienes y servicios. Además, no hay que olvidar que la fuerza de trabajo es el único factor productivo que se reproduce o genera fuera de las relaciones laborales (alimento, vestido, descanso, vivienda, asistencia sanitaria), y por tanto no es remunerado. De hecho, el valor de la fuerza de trabajo debería incluir el valor de los medios de vida necesarios para la subsistencia de su poseedor.
El producto de la actividad empresarial genera, con su venta, unos ingresos que sirven para pagar por un lado todos los costes de producción, incluidas las amortizaciones, y por otro los salarios y los beneficios. En la empresa capitalista, el dueño del capital, al tener la capacidad legal para administrar enteramente los recursos de la empresa, excluyendo a los asalariados de la gestión, dispone para ese fin de los ingresos totales de la actividad empresarial, y así tiene en sus manos el poder de dedicar a fines particulares una parte al menos del ingreso neto sin obligación alguna de compartir con los trabajadores la capacidad de decisión. La gerencia de la empresa capitalista tiene la obligación estatutaria de incrementar y maximizar los beneficios que obtienen los socios de la empresa. La preservación de la fuente de ingresos de sus trabajadores no será una prioridad. Se lanzará el capital a los riesgos de la circulación mercantil, se deslocalizará la empresa, se descapitalizará, o se tomará cualquier otra medida que se oriente al máximo beneficio para los propietarios del capital. El corto plazo prevalecerá sobre el largo plazo, y por tanto sobre la continuidad de la empresa en el tiempo: la política de “tierra quemada” sale a cuenta. Y el orden legal lo autoriza.
Las ganancias son el motor del capitalismo, por ende, los capitalistas suelen desarrollar diversas iniciativas para la extracción de plusvalor y así obtener mejores ganancias. Si los ingresos de los trabajadores no son una prioridad de la empresa, si se ven únicamente como un coste económico, la dirección buscará incesantemente minimizarlos con diversos procedimientos: reduciendo la plantilla (con la introducción de maquinaria ahorradora de mano de obra, sobre todo) o reduciendo los salarios, tanto directos como indirectos –y por lo tanto presionando políticamente contra el Estado del bienestar–. Los mecanismos para lograrlo son muy diversos, y van desde modalidades diversas de contratos (precarios, temporales y otros) hasta presiones políticas para abaratar el despido o rebajar los salarios mínimos legales o pactados en convenio.
El hecho de que el trabajador individual reciba del capitalista por su fuerza de trabajo menos valor del que ha producido por medio de su trabajo es lo que Marx llama «explotación». Por tanto, con explotación no se hace referencia a salarios especialmente bajos, ni tampoco a una situación laboral especialmente dura o mala. La explotación se refiere a un estado de cosas en la que los trabajadores, los productores, reciben solo una parte del valor producido por ellos. Curiosamente, Marx insiste en que, conforme a «la ley del intercambio mercantil», el vendedor de la mercancía fuerza de trabajo (el trabajador) recibe exactamente el valor de su mercancía, ya que el hecho de que el comprador (empresario) saque un especial provecho del valor de uso de la mercancía (trabajo) es algo que ya no le concierne a su vendedor (trabajador), porque no depende del sistema de cálculo del valor, sino del sistema de cálculo de los precios: tasa de plusvalor y tasa de ganancia no son equivalentes. El valor de la mercancía de una determinada esfera de producción no se determina por la cantidad de trabajo que ha costado tal o cual mercancía, sino por el que cuesta la mercancía producida en las condiciones medias de la esfera considerada (K. Marx). Los trabajadores, al firmar el contrato de trabajo, renuncian de hecho –aunque no sean siempre conscientes de ello– a todo derecho que pudiera derivar de su contribución a la riqueza de la empresa. Pero esta renuncia no tiene una justificación moral: obedece a un orden jurídico que reconoce todos los derechos a la propiedad y ninguno al trabajo. La cuestión es que en el capitalismo la explotación y la existencia de trabajo no pagado, no surgen de una violación de las leyes del intercambio mercantil, sino de su cumplimiento.
El objetivo principal de la actividad económica capitalista no es asegurar un ingreso regular y suficiente (ajustado al nivel de prosperidad social de cada momento y lugar) para todos los que intervienen en la actividad empresarial, sino la maximización del excedente apropiable por los propietarios del capital. Como consecuencia, no puede garantizar la satisfacción de las necesidades individuales y colectivas que es factible dado un determinado desarrollo de las técnicas, de la productividad media del trabajo. Se da la paradoja de que colectivos enteros de trabajadores son lanzados al paro y a la pobreza aunque el monto global de la riqueza social no haya disminuido; más aun: aunque haya aumentado. Mientras para el capitalista el salario es sólo un coste necesario para obtener una ganancia, para los trabajadores el salario significa la existencia misma. Mientras para la clase de los capitalistas -la burguesía- el trabajo asalariado es condición para su enriquecimiento, para los trabajadores es apenas un medio para subsistir. El régimen salarial implica, así, una precariedad estructural. El asalariado puede vivir periodos de prosperidad durante los cuales tiene garantizadas supervivencia, bienestar y previsión. Pero esto sólo ocurre mientras el capital obtiene beneficios, de modo que el trabajador nunca puede estar seguro de la estabilidad de tal situación. Y cuando vienen las vacas flacas, el descenso de los ingresos de la empresa puede conducirle a la pérdida del puesto de trabajo o, alternativamente, a la pérdida o a la merma de su salario. Vuelven entonces los salarios de mera subsistencia que parecían un mal recuerdo del pasado. Además, esto suele ir asociado a un aumento de las desigualdades en los ingresos.
Las estadísticas de la OIT muestran que los salarios reales se han incrementado ligeramenta a lo largo de los años . Pero este dato aislado no nos aporta mucha información de la situación del trabajo asalariado. El hecho de que existan beneficios empresariales crecientes, que haya crecimiento económico a nivel nacional medido por el PIB, debería suponer que los salarios también se incrementan proporcionalmente, en tanto que la fuerza de trabajo es el factor productivo que aporta realmente valor a los bienes y servicios. Sin embargo, los estudios estadísticos que se han realizado, analizando series temporales que se remontan a los años 70 y 80, demuestran que la participación de los salarios en el PIB es cada vez menor, de forma que el PIB crece, los trabajadores crean más riqueza, pero sus salarios no crecen proporcionalmente.
De acuerdo con un informe de la OIT, en 16 países desarrollados, el trabajo tenía una participación del 75% del ingreso nacional a mediados de la década de 1970, pero se redujo al 65% en los años previos a la crisis económica. Subió en 2008 y 2009, pero sólo porque el ingreso nacional se contrajo en esos años, antes de reanudar su curso descendente. Incluso en China, donde los salarios se han triplicado en la última década, el porcentaje de los trabajadores en la renta nacional ha disminuido. Los datos del FMI en su World Economic Outlook 2017, respaldan los de la OIT:

En términos del propio FMI: «El resultado es que una fracción cada vez mayor de las ganancias de la productividad ha estado yendo al capital. Y como el capital tiende a concentrarse en los extremos superiores de la distribución de los ingresos, la disminución de la parte de los ingresos del trabajo tiende a aumentar la desigualdad de ingresos«. Por el contrario, durante décadas, los modelos macroeconómicos asumieron que el trabajo y el capital se repartirían proporciones más o menos constantes de la producción: el trabajo un poco menos de dos tercios de la tarta, el capital de poco más de un tercio. Hoy en día la proporción es inversa: un 60% para el capital y un 40% para el trabajo.
La participación del trabajo en el sector capitalista en los EE.UU. y otras economías capitalistas se ha reducido debido a la mayor tecnología y su ‘sesgo pro-capital’, la globalización y la mano de obra barata en el extranjero; la destrucción de los sindicatos; la creación de un ejército de reserva de mano de obra mayor (desempleados y sub-empleados); y el recorte de las prestaciones sociales y la reducción de los contratos fijos, etc. De hecho, esta parece ser la conclusión del FMI en su informe de 2017, en el capítulo 3 de Perspectivas Económicas, que cree que esta tendencia está impulsada por un rápido progreso en la tecnología y la integración global.
“La integración mundial —reflejada en las tendencias de comercio de bienes finales, la participación en las cadenas mundiales de valor y la inversión extranjera directa— también ha incidido. Se estima que su contribución es aproximadamente la mitad que la de la tecnología. Como la participación en las cadenas mundiales de valor suele implicar la subcontratación en el exterior de las tareas de uso más intensivo de mano de obra, la integración reduce la proporción del ingreso de la fuerza laboral en los sectores de bienes transables. Es cierto que resulta difícil separar nítidamente el impacto de la tecnología del de la integración mundial, o del de las políticas y reformas. Pero los resultados en el caso de las economías avanzadas son convincentes. Juntas, la tecnología y la integración mundial explican cerca del 75% de la disminución de la participación de la fuerza laboral en el ingreso en Alemania e Italia, y cerca del 50% en Estados Unidos”.
La principal medida que adopta la empresa capitalista para maximizar el beneficio es establecer conscientemente el salario por debajo del valor de la fuerza de trabajo. Esta iniciativa puede tener éxito solo si existe un ejército industrial de reserva numeroso (altas tasas de desempleo o sub-empleo) que le dé al capitalista una mayor relación de fuerza en comparación con los trabajadores. Así, los trabajadores estarán obligados a elegir entre aceptar un salario bajo (o el detrimento de su salario real) o seguir en el desempleo (o caer en estado de desempleo). Las empresas capitalistas, al exigir constantemente una maximización de beneficios para los socios propietarios de la empresa, y escudándose en la gran competitividad internacional que provoca la globalización, exige cada vez más productividad a los trabajadores, esto es, producir más en menos tiempo de trabajo. Los métodos de producción fordista y la introducción de tecnologías y robotización ha hecho que la productividad aumente, pero no así los salarios. El riesgo es que la capacidad productiva de los trabajadores disminuye y los avances técnicos no son aprovechados plenamente, generando ineficiencia técnica. No obstante, los datos de la OIT nos permiten afirmar que, en general, se observa que de 1999 a 2019 la productividad laboral (+21,8%) ha aumentado más rápidamente que los salarios reales (+14,3%). En el periodo 2016-2017 la productividad disminuyó ligeramente y los salarios experimentaron un leve aumento. En esos dos años la brecha se redujo en alrededor de un 2%; a partir de entonces, la productividad empezó a aumentar de nuevo más rápidamente que los salarios, de modo que en los años 2018-2019 la brecha volvió a aumentar en un 2%. En términos generales, la desvinculación de los salarios de la productividad laboral explica por qué, en muchos países, la participación del factor trabajo (el porcentaje del PIB correspondiente a la remuneración del trabajo) sigue estando considerablemente por debajo de los valores registrados en el decenio de 1990 .

Por supuesto, parte de esa productividad también proviene de las horas extras que no se pagan por el empresario. En España se ha detectado que el 49% de las horas extras no se pagan.
En el capitalismo, la inversión se lleva a cabo con fines de lucro, no para aumentar la producción o la productividad como tal. Si no se puede aumentar el beneficio lo suficientemente mediante más horas de trabajo (es decir, más trabajadores y más horas) o intensificando los esfuerzos (velocidad y eficacia – tiempo y movimiento), la productividad del trabajo sólo puede aumentarse entonces con mejor tecnología. Por lo tanto, en términos marxistas, la composición orgánica del capital (la cantidad de maquinaria e instalaciones en relación con el número de trabajadores) se elevará secularmente. Los trabajadores pueden luchar para mantener la mayor cantidad del nuevo valor que han creado como parte de su ‘compensación’, pero el capitalismo sólo invertirá para crecer si esa participación no se eleva tanto que hace que la rentabilidad del capital caiga. Por lo tanto, la acumulación capitalista implica una caída tendencial de la participación del trabajo, o lo que Marx llamaría una tasa creciente de explotación (o plusvalía), y por eso la participación de las rentas del trabajo en el PIB son cada vez menores.
La globalización ha permitido, y se ha diseñado, para que los procesos productivos más costosos para las empresas en el plano ambiental (contaminación, emisiones de gases de efecto invernadero) o social (salarios, jornadas de trabajo, condiciones de contratación, indemnización por despido), sean más baratas, provocando un dumping ambiental o social a nivel global, con la corresponiente deslocalización de empresas que antes contrataban a trabajadores en los países del Norte Global. Evidentemente, esto ha generado una división internacional del trabajo, y un conflicto entre la clase trabajadora de distintos países, que alimenta la xenofobia y el racismo.
Este proceso de deslocalización y lucha por la producción más barata, ha sido la coartada y excusa para justificar un proceso de «optimización» de los costes laborales, en el que las empresas han desintegrado y externalizado sus cadenas de valor, y muchas PYMES y Micropymes trabajan para otras empresas que les facturan en términos leoninos y, objetivamente, les dificultan sus márgenes empresariales y el pago de salarios adecuados. Se ha favorecido un modelo de externalización productiva que está pensado no para hacer mejor, sino para hacer más barato.
Esto conduce al problema del sub-empleo o empleo precario, que básicamente es el empleo a tiempo parcial o por debajo del salario mínimo. El 90% de los países tienen un sistema de salario mínimo, pero en todo el mundo 327 millones de asalariados (19% de todos los asalariados) perciben un salario equivalente o inferior al salario mínimo por hora oficial . El caso es que, aunque la participación del trabajo asalariado en el PIB es cada vez menor, la tecnología sigue necesitando a los trabajadores por algo que Phil Jones denomina como fauxtomation (“falsautomatización”) en su libro Work without the worker:
“La automatización no elimina del todo un puesto de trabajo, sino algunas de las tareas que lo componen; en este sentido, la inteligencia artificial no tiende a crear sistemas totalmente automatizados, sino más bien sistemas que automatizan parcialmente los trabajos y externalizan ciertas tareas a la multitud”.
Un ejemplo de esto puede encontrarse en Amazon Mechanical Turk, una plataforma de crowdsourcing que ofrece microtrabajos simples y de bajo precio unitario (como el etiquetado de imágenes, la realización de encuestas o la transcripción de audios) que requieren un cierto nivel de inteligencia humana que una máquina no puede hacer; o, en palabras de Jeff Bezos, “inteligencia artificial artificial”. Lo alarmante es que muchos de estos trabajadores invisibles provienen de áreas rurales pobres, prisiones o campos de refugiados, y la cantidad que reciben por estas tareas oscila entre los cinco y los quince céntimos. Paradójicamente, como ya vaticinó Marx, un incremento de la automatización y mecanización hace que la parte del capital global desembolsado en la forma de capital vivo es, en términos relativos, más reducida y, así, tiene una capacidad cada vez más limitada de generar plusvalor en proporción a su nivel. La búsqueda de mayor rentabilidad provoca la eliminación de la fuente de ganancia, el trabajo vivo. El dinamismo técnico que caracteriza al proceso de acumulación capitalista acaba socavando su fuerza impulsora, la rentabilidad, que Marx denominó como la tendencia decreciente de la tasa de ganancia. El efecto en los trabajadores es una mayor tasa de desempleo y un trabajo aún más precario .
El fenómeno de los trabajadores pobres o empobrecidos, es uno de los indicadores más sangrantes de esta realidad. Normalmente, la pobreza se asocia a situaciones de desempleo que conlleva una ausencia de dinero para proveerse de bienes y servicios básicos. La tasa de trabajadores pobres revela la proporción de población asalariada que vive en la pobreza a pesar de estar ocupados, lo cual supone que sus salarios no son suficientes para sacarlos a ellos y a sus familias de la pobreza y garantizar unas condiciones de vida dignas. La OIT, a efectos de comparación internacional, fija la línea de la pobreza en 1,90 dólares estadounidenses al día por persona. En 2018, según la OIT, un 13% de trabajadores eran moderadamente pobres y un 8% eran extremadamente pobres; por supuesto, en África estos datos suben al 22% y 33%, respectivamente.
Los convenios colectivos, que en España tienen una altísima tasa de cobertura –en torno al 90% de las personas trabajadoras tienen históricamente uno de referencia–, determinaban una red de seguridad salarial. El «austericidio» en respuesta a la Gran Recesión de 2008, cambió esta situación. Las últimas reformas laborales pusieron en riesgo la pervivencia del convenio colectivo, otorgando al empresariado una enorme capacidad de devaluar los salarios y dejar de aplicar las condiciones laborales acordadas, y desequilibraron la correlación de fuerzas entre sindicatos y patronales en el gobierno de las relaciones laborales. Según datos del INE, el salario por realizar el mismo trabajo cayó un 10,8% real entre 2008 y 2017. Pero esta caída se dio sobre todo en los percentiles salariales más bajos, es decir, en el 30% de las personas con sueldos ya de por sí menores. Esta dinámica no es exclusiva de España. La gran potencia económica europea, Alemania, no contaba con un salario mínimo interprofesional (SMI) hasta el año 2015 y no se veía como necesario ni siquiera por parte de los sindicatos de aquel país. Las distintas reformas del gobierno Schröder y la proliferación de minijobs, empleos precarios, bajos salarios y pérdida de cobertura del convenio colectivo (hoy por debajo del 50% de los trabajadores) encendieron las alarmas. Se legisló, ya en tiempos de Merkel, la creación de un salario mínimo que, en 2022, se sitúa en 1.621 euros mensuales en 12 pagas anuales.
Los datos sobre los salarios reales (teniendo en cuenta el impacto de la inflación) que se han negociado en la zona Euro tras la pandemia de la Covid-19 también muestran claramente que los salarios de los trabajadores están pagando la crisis:

El problema de la explotación en las relaciones asalariadas se ha intentado reconducir a una cuestión de lucha por un SMI, que por supuesto no modifica las relaciones de explotación ni conduce a la emancipación de los trabajadores, sino a una constante lucha de la clase trabajadora por las migajas. El precio de cualquier mercancía, además de las variaciones de la oferta y la demanda, está determinado por su coste de producción. De igual modo, el precio de la mercancía fuerza de trabajo está determinado por su coste de producción, que en este caso corresponde al coste de mantener al proletariado en condiciones de seguir trabajando, con una instrucción suficiente y reemplazar constantemente las viejas y cansadas generaciones de trabajadores, por brazos jóvenes y vigorosos.
En primer lugar, el salario mínimo debe ser acorde y suficiente para los estándares de vida de cada país. La propia Comisión Europea constató que en la mayoría de los Estados miembros con un salario mínimo legal nacional, éste es demasiado bajo para proporcionar una vida digna o en comparación con otros salarios, por mucho que haya aumentado en los últimos años. Los salarios mínimos legales nacionales son inferiores al 60% de la mediana del salario bruto o al 50% del salario medio bruto en casi todos los Estados miembros. En 2018, en nueve Estados miembros el salario mínimo legal no proporcionó ingresos suficientes a sus perceptores para alcanzar el umbral de riesgo de pobreza. Además, determinados grupos de trabajadores están excluidos de la protección del salario mínimo legal nacional. Los Estados miembros con una elevada cobertura de negociación colectiva tienden a tener un salario mínimo elevado y una baja proporción de trabajadores con salarios bajos. Sin embargo, en aquellos Estados miembros que dependen exclusivamente de la negociación colectiva, algunos trabajadores no tienen acceso a la protección del salario mínimo. El porcentaje de trabajadores no cubiertos se sitúa entre el 10% y el 20% en cuatro países, y en el 55%, en un país.
En segundo lugar, el objetivo debe ser que el salario mínimo afecte al menor número de trabajadores. Es bueno tener un salario mínimo que libere de situaciones de pobreza, pero aún es mejor que afecte a pocos trabajadores. Porque eso querría decir que la mayoría perciben mejores remuneraciones por convenios colectivos.
En tercer lugar, el salario mínimo debe ir acompañado inseparablemente de una adecada protección social (prestaciones por desempleo, enfermedad, jubilación, accidente, etc.), algo que en general depende de las cotizaciones e impuestos que pagan empresas y trabajadores en relación a los salarios netos percibidos. Es por eso que la relación entre el salario total (que incluye estas cargas para la protección social) y el salario neto recibido nos ayuda a evaluar cómo de en serio se financia la protección social de los trabajadores. Así podríamos tener un país en el que sus trabajadores reciben un salario neto por encima del salario mínimo y poco más para protección social (la ratio salario total/salario neto estaría cerca de cien en ese país), y otro país en el que el salario neto percibido por el trabajador fuera semejante al de aquel país, pero donde el esfuerzo en protección social fuese muy elevado (la ratio se acercase por ejemplo a doscientos, al doble). Con datos de la oficina estadística de la UE disponemos de un diagnóstico aproximado. Nos encontramos con dos situaciones. Estados Unidos, Japón o Irlanda en los que el esfuerzo es de unos 50 puntos sobre el salario neto, frente a Alemania, Francia o Austria que se acercan a 100 puntos por encima: el doble. España está en una situación intermedia-baja (con 65 puntos), pues la media de la UE-28 son 76 puntos.
En cuarto lugar, se debe vigilar el cumplimiento efectivo del salario mínimo acordado, ya que es frecuente que los trabajadores con salarios más bajos acepten extender sus horas de trabajo sin remuneración a fin de mantener el puesto de trabajo.
El 7 de junio de 2022, la Presidencia del Consejo y los negociadores del Parlamento Europeo alcanzaron un acuerdo político provisional en torno al proyecto de Directiva sobre unos salarios mínimos adecuados en la UE. Sin embargo, la propuesta de Directiva sólo establece un marco con unos principios y directrices, pero no fija, por ejemplo, qué porcentaje mínimo debe representar dicho SMI, ni qué protecciones sociales deberá tener el trabajador afectado por el SMI, ni el porcentaje máximo de trabajadores que pueden estar sometido al SMI (sólo se establece que la negociación colectiva alcance al menos al 70 % de los trabajadores).
En España, entre 1981 y 2004, el SMI fue reduciendo su poder adquisitivo, hasta alcanzar una pérdida acumulada respecto a 1983 del 14% al final del período. Esta merma de poder adquisitivo de los perceptores del SMI fue compensada a partir de las subidas que se sucedieron entre 2005 y 2009, período en el que el SMI creció a una tasa nominal media anual del 6%. Entre 2009 y 2016, el crecimiento nominal del SMI permitió que el poder adquisitivo de quienes lo perciben se mantuviera en línea con el de los salarios pactados en convenio colectivo. Entre 2017 y 2020, el crecimiento medio anual del SMI fue del 10 % en términos nominales, lo que ha supuesto una ganancia de poder adquisitivo acumulada con respecto a 1983 del 38%, similar a la de otra variable nominal aprobada por el Gobierno, como son las pensiones mínimas (40%), y claramente superior a la de los salarios pactados en convenio (4%) .
En enero de 2022 el Gobierno de España elevó el SMI a 1.000 euros mensuales, en catorce pagas, aunque aún no llega al 60% del salario medio. El 25,7% de las mujeres y el 11,1% de los hombres no superan el SMI.
No deja de ser sorprendente que en el capitalismo se tenga que justificar constantemente el incremento de los salarios y del SMI, por sus efectos en los precios, las migraciones, las condiciones laborales, el empleo, la reasignación de los trabajadores a empresas de más productividad, el nivel de consumo, la pobreza o el nivel educativo y de salud de los hogares , pero nunca se cuestionan los márgenes de beneficios, las remuneraciones de altos directivos o los repartos de dividendos a los accionistas, que de hecho están completamente desregulados y no hay un salario máximo.
Las diferencia de salario entre simples empleados, mandos intermedios y directivos es bastante grande, presentando evidentes discriminaciones. En el informe “Evolución Salarial 2007-2021”, de la consultora ICSA Grupo y EADA Business School, se desprende que el salario medio bruto de los empleados españoles se situó, en 2021, en 23.400 euros, el de los mandos intermedios en 42.247 euros y el de los directivos en 82.719 euros, por tanto el directivo medio cobró 3,5 veces más que el empleado medio, manteniéndose entre el 3,2 y el 3,6 desde 2007.
La brecha salarial se acentúa en determinadas empresas, por ejemplo del Ibex 35, ya que, según el estudio realizado por CCOO ‘Evolución de indicadores de buen gobierno en las empresas del Ibex-35’ (2021), los directivos y primeros ejecutivos de las empresas del Ibex 35 ganan entre 23 y 118 veces más que el salario medio de sus plantillas. El salario medio por trabajador de las empresas del Ibex fue, en 2019, de 39.798 euros anuales, una cifra que es 118 veces inferior a la remuneración media percibida por los primeros ejecutivos de estas empresas (4,7 millones de euros por persona), proporción que se ha incrementado respecto a 2018, cuando la diferencia era de 116 veces. El sueldo medio de las plantillas del Ibex es 23 veces inferior a la remuneración media de los altos directivos (933.653 euros), y 18 veces inferior al sueldo medio de los consejeros (726.277 euros).
Y la brecha salarial es más grande aún si nos centramos en las empresas más importantes del mundo, las que conforman el índice S&P 500. Los consejeros y altos directivos de esas empresas ganaron de media 18,3 millones de dólares (cada uno) en 2021. Eso supone una relación que de media es de 324 a 1: por cada dólar que gana un empleado, el CEO gana 324. El dato es de hecho más dispar que nunca, y va más allá de lo que la relación había sido en 2019 (264 a 1) y en 2020 (299 a 1). La avaricia de los altos directivos de estas grandes empresas es tal que la compensación media para los CEO del S&P 500 creció 2,8 millones de dólares (un 18,2%) respecto a 2020. La inflación de 2021 fue de un 7,1%, y los sueldos de los trabajadores crecieron solo un 4,7%, con lo que tuvieron una pérdida de poder adquisitivo del 2,4%. Cuando los beneficios de las empresas estudiadas suben, en lugar de invertir en sus plantillas subiendo sueldos y manteniendo los precios de sus productos y servicios, se incrementa la compensación de los CEO a costa de los sueldos de los empleados que, en realidad, bajan tras ser ajustados a la inflación.
El discurso cuando se pretende subir, por ejemplo, el SMI es que los trabajadores con menos salario pueden perder su empleo o tener menos probabilidad de ser contratados , y como nos dicen que tener un empleo con un mal salario es mejor que no tener empleo, mejor que no se incremente el SMI.
En contextos de inflación, inmediatamente aparecen expertos, académicos y lobistas esgrimiendo la teoría de Kalecki de que no pueden incrementarse los salarios, porque incrementarían la demanda y los costes de producción, con lo que las empresas aumentarían los precios para mantener sus márgenes de beneficios, y, por ello, hay que contener salarios e ir a un pacto de rentas, es decir, que los representantes de los trabajadores acepten que no se suba el sueldo, o que no suba tanto como la inflación, precisamente cuando se está perdiendo poder adquisitivo por efecto de la inflación, mientras que los empresarios se comprometen a subir ligeramente los sueldos, mantener los empleos y seguir una senda moderada de incremento de precios que no compense por completo el encarecimiento del coste del trabajo y de la producción. Este es un discurso falaz y mentiroso cuando, en España, el 83% de la inflación actual se debe a que las empresas han aumentado sus beneficios y han trasladado los costes extra al cliente.
El propio Marx analizó la relación entre los salarios y los precios, y en su artículo «Salario, precio y ganancia» (1865) partía de una realidad sociológica clara:
«Es absolutamente cierto que la clase obrera, considerada en conjunto, invierte y tiene forzosamente que invertir sus ingresos en artículos de primera necesidad. Una subida general del tipo de salarios determinaría, por tanto, un aumento en la demanda de estos artículos de primera necesidad y provocaría, con ello, un aumento de sus precios en el mercado. Los capitalistas que producen estos artículos de primera necesidad se resarcirían del aumento de salarios con el alza de los precios de sus mercancías. Pero ¿qué ocurriría con los demás capitalistas, que no producen artículos de primera necesidad? Estos capitalistas no podrían resarcirse de la baja de su cuota de ganancia, efecto de una subida general de salarios, elevando los precios de sus mercancías, puesto que la demanda de éstas no aumentaría. Sus ingresos disminuirían, y de estos ingresos mermados tendrían que pagar más por la misma cantidad de artículos de primera necesidad que subieron de precio. Pero la cosa no pararía aquí. Como sus ingresos habrían disminuido, ya no podrían gastar tanto en artículos de lujo, con lo cual descendería también la demanda mutua de sus respectivas mercancías. Y, a consecuencia de esta disminución de la demanda, bajarían los precios de sus mercancías. Por tanto, en estas ramas industriales, la cuota de ganancia no sólo descendería en simple proporción al aumento general del tipo de los salarios, sino que este descenso sería proporcionado a la acción conjunta de la subida general de salarios, del aumento de precios de los artículos de primera necesidad y de la baja de precios de los artículos de lujo.»
De hecho, si tomamos el valor monetario de los bienes y servicios finales, que son comprados por el usuario final, producidos en un país en un período de tiempo determinado (por ejemplo, un trimestre o un año), que es la definición del PIB que proporcional el FMI, y lo comparamos con los salarios que reciben los trabajadores, que son la gran masa de personas que tendrían que consumir tales bienes y servicios, vemos que hay una gran diferencia, porque hay una sobreproducción que no puede ser adquirida con los salarios que se pagan. Veamos el caso de EEUU:

En la anterior gráfica vemos que el valor de todos los bienes y servicios producidos en EEUU no pueden ser comprados con los salarios pagados a los trabajadores, porque su valor es mucho mayor, y esta diferencia se ha ido incrementando a lo largo de los años. En la siguiente gráfica podemos ver cuál es ese porcentaje de diferencia.

Como se puede apreciar, el porcentaje de diferencia nunca es inferior al 40%, y durante ese periodo de estudio (1960-2021), el porcentaje medio de diferencia fue del 71%. Esto genera un problema evidente, que fue advertido a principios del siglo XX por Clifford Hugh Douglas, ya que podríamos decir que en este periodo, un 71% de los bienes y servicios producidos por la economía estadounidense no podían ser pagados con los salarios que habían recibido los trabajadores, que es lo que determina el poder adquisitivo de los consumidores. El capitalismo tiene dos formas de solucionar este problema contable: una es mediante las crisis que destruyen valor monetario de la producción, y la otra es mediante el crédito y la deuda. El creciente endeudamiento de las empresas y las familias, por encima del 100% del PIB, es lo que ha permitido la sobreproducción y el consumo durante las épocas de «bonanza» en los países industrializados.

Fuente: Banco Mundial

Fuente: Eurostat
El resumen es que el trabajo asalariado fuerza a la clase trabajadora a aceptar una explotación laboral, injusta y discriminatoria, bajo la coacción de morir de hambre si carece de un salario de supervivencia. Los trabajadores cuyos salarios son más generosos, se adentran en una espiral de consumismo y endeudamiento para ser considerados clase media y creerse que son diferentes de los trabajadores pobres, e incluso de la clase trabajadora, cuando en realidad todos los trabajadores asalariados son esclavos en nómina, en la medida que el sistema capitalista no les permite otra opción más que trabajar por un salario o morir.
En este contexto socio-económico cabe preguntarse cómo puede el capitalismo cumplir con el art. 23.3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos: «Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social«.
La conclusión marxista es que la abolición de la explotación, no puede hacerse por medio de una reforma de las relaciones de cambio dentro del capitalismo, sino solamente a través de la abolición del capitalismo y del trabajo asalariado. Sin embargo, el movimiento obrero y sindical ha girado en torno a las reivindicaciones salariales, lo cual supuso una renuncia a la superación del capitalismo.