En la década de los noventa, se extiende el uso de las nuevas tecnologías de la información (ordenadores personales, CD/DVD, Internet via modem y los primeros teléfonos móviles se popularizan) y, con el impulso de los bajos tipos de interés y la figura legal de las «joint ventures», se multiplican las empresas de algún modo ligadas a este sector. El optimismo que rodeaba cuanto tuviera relación con el mundo virtual y la admiración con que se miraba a las iniciativas de los gurús del ciberespacio hacía que toda empresa que luciera en su nombre «e-algo» o «punto-com» se revalorizara hasta niveles estratosféricos tan pronto salía a bolsa. Este fenómeno llegó incluso a llamarse «prefix investing» [inversión por el prefijo] .
Pero casi todo era ilusorio, pura manía especulativa sin apenas fundamento las más de las veces. Considérese al respecto que la estrategia común usada en la creación de las empresas ligadas a las nuevas tecnologías se basaba en el principio de «get large or get lost» [crece o desaparece]; es decir, al objeto de obtener el máximo rendimiento de las economías de red, se trataba de ofrecer un servicio de forma gratuita hasta que se adquiriera un volumen de usuarios suficiente, y en ese momento, una vez alcanzada esa masa crítica de usuarios,
se ponía precio al servicio suministrado o se vendía la idea al mejor postor. La cultura del pelotazo global por parte de los emprendedores y del rentismo especulativo por parte de los inversores. En algunos casos, esta estrategia funcionó; Google o Amazon, por ejemplo, no obtuvieron beneficio alguno durante los primeros años. Pero en otros muchos casos, no lo hizo. De hecho, se daba la paradoja de que un gran número de empresas aseguraban al mismo tiempo que lograrían monopolizar un cierto segmento del mercado gracias a una idea brillante . Las empresas tecnológicas, que esgrimían la creación de una «nueva economía» basada en el liberalismo económico más salvaje, virtual y deslocalizado, resulta que lo que buscaban era crear monopolios u oligopolios, algo contradictorio con los mercados competitivos al que dicen aspirar los neoliberales. Este argumento fue popularizado, apoyado y refrendado por los periódicos de referencia: Wall Street Journal, Financial Times, Forbes, Bloomberg, etc. Les siguieron fiel y entusiasmadamente bancos y fondos de inversión, fondos de capital riesgo, hedge funds, y demás.
A esto hay que añadir, a nivel estadounidense, la ley que incrementaba los impuestos a los dividendos de las acciones más que los rendimientos obtenidos por la compraventa de acciones, y, a nivel internacional, que en 1997 todos los inversores estaban huyendo de los mercados de sureste asiático, en los que había estallado su propia burbuja. Esto hacía que hubiera mucho dinero disponible buscando altas rentabilidades y ansiosos de especular («greed is good», la ambición es buena, era el lema de la época que popularizó Gordon Gekko, el personaje de la película Wall Street en 1987).
Así que empresas que valían una fortuna por su capitalización jamás habían tenido ni tan siquiera ingresos. Muchas de ellas seguían sin haberlos tenido después de su hundimiento en bolsa. Para dar un argumento que pusiera algo de racionalidad en la situación se esgrimía la confianza en el avance tecnológico, pero, en el camino, las ratios que vinculan las inversiones bursátiles a los fundamentos, tales como el cociente P/E, habían quedado hechas añicos .
En España se dio un ejemplo paradigmático de esta manía. En noviembre de 1999, Terra, filial de Telefónica, fue la primera empresa española de Internet que salió a bolsa. El día de su estreno en el parqué, sus acciones se revalorizaron un 185 por ciento y, en apenas tres meses, más de un 1.000 por ciento. Llegó incluso a ser la tercera compañía del IBEX-35 por capitalización bursátil. Y todo ello cuando los pronósticos más optimistas dilataban en varios años el momento en que Terra generaría beneficios. Su final fue trágico: acabó absorbida a precio de ganga por Telefónica .
Como en otras burbujas, la de Internet pinchó cuando la Reserva Federal decidió cambiar el paso de su política monetaria y subió los tipos de interés a lo largo de 1999 y principios de 2000. La debilidad de los fundamentos sobre la que habían crecido los precios de las acciones de las compañías tecnológicas se hizo entonces evidente. Y lo fue aun más después de que los tribunales norteamericanos dictaminaran que Microsoft era un monopolio, como, por otra parte, habían pretendido ser casi la mayoría de las «punto-com» al objeto de beneficiarse de las economías de red. De repente, todo volvió a temblar. Y tras tocar techo en los 5.048 puntos el 10 de marzo de 2010, más del doble de lo que cotizaba un año antes, el Nasdaq, el índice tecnológico de la Bolsa de Nueva York, se desplomó, y tras él, el resto de bolsas. Las cotizaciones se hundieron: año y medio después del «crack», el Nasdaq había perdido el 78 por ciento de su valor. Cerraron empresas: entre 2000 y 2003, 4.854 compañías ligadas a las nuevas tecnologías desaparecieron en EE.UU. Y cinco billones de euros en valor de mercado se evaporaron .
Referencias