El término «uberización» se formó a partir del nacimiento de la empresa Uber, en 2010, que empezó como un programa que ponía en contacto a usuarios y conductores particulares que estuvieran libres a precios más bajos que los taxis oficiales. La ausencia de normativas específicas que cumplir, como en la contratación laboral o la normativa de transporte, le ha permitido a la plataforma Uber ofrecer precios más bajos que los taxis oficiales, y se ha convertido en una plataforma que ha monopolizado este mercado concreto, contando con un ingreso de 45.000 millones de euros. Para explicarlo, se habla de una supuesta “economía colaborativa”, un concepto que hace referencia a que no hay necesidad de poner intermediarios entre empresa y cliente. Y es el ejemplo que describe el sistema económico que ahora mismo controlan las plataformas digitales y las grandes multinacionales tecnológicas: no hay nadie mediando entre nosotros, consumidores, y ellos.
Sin embargo, el concepto de «uberización» se refiere a las formas de explotación laboral que ha instaurado esta y otras plataformas tecnológicas (Uber, Airbnb, Blablacar, Cabify, Glovo o Deliveroo) con respecto a las personas que trabajan para ellas: riders que realizan entregas en bicicleta con cajas de colores a sus espaldas, guías turísticos, abogados, cámaras de televisión, intérpretes, fontaneros, servicios de cuidado a domicilio, limpieza, e incluso psicólogos que esperan en un bar a que “les llores”. La clave es que todas esas personas que trabajan para la plataforma no son sus trabajadores (por cuenta ajena), sino que son considerados autónomos, que tienen que sufragarse su propia cotización a la Seguridad Social, no tienen derecho de vacaciones, ni límites de jornada laboral, ni salario mínimo, ni derecho a la indemnización cuando finaliza la relación laboral, ni derecho a exigirle a la empresa medidas de seguridad laboral. No se trata de un modelo productivo reducido a unos sectores, sino que es un modelo económico que se pretende extender a toda la sociedad.
Ciertamente, esta situación no es nueva y en España se conocen como «falsos autónomos». En 1984, un grupo de repartidores de periódicos denunciaron a su empresa por considerarse trabajadores totalmente dependientes de esta, pero que estaban obligados a establecerse como autónomos supuestamente independientes. En febrero de 1986, el Tribunal Supremo fallaba que aquellos ruteros eran totalmente dependientes de la empresa y que debían ser contratados como empleados asalariados y disfrutar de todos los derechos laborales que marca la ley.
Pero la tecnología lo ha acelerado todo. Complejas fórmulas matemáticas que casan ofertas y demandas en una aplicación móvil exprimiendo al máximo al recurso principal, el trabajador, pero sin considerarlo trabajador, casi sin considerarlo persona, sino una variable más o una geolocalización entre otras. Una fórmula matemática con una completa opacidad que sirve de escudo al empresario y a quien diseña el modelo.
Se suele argumentar que estos “trabajillos” son para un tiempo, que son empleos “para jóvenes”, que no se pretende que una familia viva de esto, y que son, incluso, un complemento a los estudios o a otro trabajo, “para sacarse un dinerillo”. El problema viene cuando eso no es cierto. Cuando el modelo se extiende a diversos ámbitos y sectores, se normaliza y se consolida, por lo que mucha gente no encuentra otro empleo y estos “trabajos” se convierten en la fuente principal de ingresos de muchas personas y de muchos hogares. Este modelo se va extendiendo y consolidando, y llega un momento en que hay más ofertas de “empleo” para este tipo de actividades que para puestos de trabajo con un contrato laboral y unos derechos. Según el informe El trabajo en las plataformas digitales de reparto, elaborado por UGT, hasta un 12% de los trabajadores españoles se han empleado a través de este modelo, y para un 2% de los hogares españoles este trabajo es su principal fuente de ingresos. En nombre de la flexibilidad, la libertad, la falta de regulaciones y normas e incluso alegando la tendencia moderna, cool y trendy de estas nuevas formas de “economía colaborativa”, se están perdiendo derechos reconocidos desde hace décadas y se está consolidando un modelo basado en la precariedad.
Los trabajadores ya no son precarios: ahora son flexibles, aventureros, se adaptan a su entorno y son creativos. Tener un empleador estable resulta obsoleto y aburrido: ahora los profesionales son freelance. Cada día trabajan en un proyecto diferente, adaptándose alegremente al cambio. Eso permite tener una carrera profesional variada, interesante, y poner en práctica todas sus habilidades, según dicen. Un trabajo con contrato y con derechos laborales es cosa del pasado. “Los jóvenes millenials ya no quieren eso”, repiten en los medios numerosos analistas económicos. “Este el trabajo del futuro”, dicen. En el futuro, los trabajadores serán flexibles y adaptables, trabajarán cada día para un empleador diferente, realizarán largas jornadas por bajos salarios.
Las historias reales suelen ser menos románticas. Un joven repartidor de Glovo dormía todas las noches al raso. Su exiguo sueldo no le permitía dormir bajo techo. Los repartidores apenas cobran tres euros por pedido entregado, tienen que pagar ellos mismos 2 euros quincenales para utilizar la app y poder hacer su trabajo, no cuentan con seguro de accidentes, no disponen de derechos laborales básicos, como bajas laborales o vacaciones pagadas, y deben pagar su propia Seguridad Social.
Pero la batalla cultural y la propaganda de esta nueva explotación laboral, que es la de siempre, no deja de innovar con ideas atractivas para que aceptemos sin pestañear los nuevos conceptos que precarizan nuestras vidas, eliminan nuestros derechos y nos desprotegen, como el co-living, job-sharing, pisos-colmena, nesting, co-working, salario emocional, flexibilidad laboral, y los nuevos modelos laborales de la pobreza y la precariedad como algo cool, moderno, juvenil y desenfadado.
La batalla legal la están dando los explotados, tras un gran esfuerzo de coordinación de personas que no se relacionan personalmente con frecuencia en un centro de trabajo, como favorecían las fábricas de los inicios del movimiento obrero. Así, encontramos riders ganando sentencias del Tribunal Supremo en España, taxistas de Barcelona expulsando a Uber de la ciudad a base de demandas o de llevarles ante el Tribunal de Justicia Europeo en Luxemburgo, conductores de VTC californianos tumbando en la Corte Suprema la Proposición 22, una ley impulsada por el lobby encabezado por Uber y Lyft para legalizar la figura de los falsos autónomos. Las batallas judiciales contra la uberización de la economía y sus consecuencias se multiplican por todo el globo. Y muchas se ganan, pero no se cumplen, y el esfuerzo por internacionalizar esas luchas se complican en un contexto de atomización del empleo y donde el sindicalismo clásico parece que no se siente cómodo.
Y este modelo de explotación, denominado como «escalable», es el que se ofrece como modelo de negocio para que hagan dinero fácil y rentista por un ejército de emprendedores tecnológicos que se han tragado la historia de la meritocracia y del pelotazo digital. Numerosos emprendedores ya idean modelos uberizados de empresa, gestionados por el cliente a través de una app.
Las incubadoras de proyectos, las charlas TED, los gurús empresariales, los sitios web especializados, las historias de éxito y el discurso institucional y político comenzaron a moldear la figura estrella del emprendedor alrededor de un imaginario de libertad (económica), sagacidad, creatividad, valentía y, sobre todo, una autoexplotación solapada en el maquillaje del “mundo feliz” de las redes sociales.
La idea del emprendedor, que en estos últimos años tanto se ha alabado por su novedad, se compone de viejos retales, provenientes de la teoría liberal sobre la economía y el trabajo, a los que se agrega una renovación de la mano del neomanagement, los nuevos modelos de negocio, la psicología motivacional y las nuevas tecnologías emergentes. Y aunque es difícil fijar una fecha de surgimiento, la primera mitad de la década del 80 es un período fundamental en el cual despega esta renovación de la idea del emprendedor y se proyecta hasta hoy de forma cada vez más compleja.
En 1985, Ronald Reagan, lejos de las pantallas de cine, publicó un artículo en una revista especializada en ciencias de gestión con el título de Why this is an entrepreneurial age . En el texto, el sintagma -entrepreneurial age- trata de bautizar la época que se vivía, con un auge de las tecnologías y una irrefrenable y flamante empresa. Thomas Frank denomina a esta invocación a la figura del empresario, como creador de riqueza, hombre hecho a sí mismo, héroe, mártir e innovador, que tanto se da en Estados Unidos, con la divertida denominación de “capitalismo utópico”. Y es verdaderamente utópico porque salvo algunos privilegiados, la mayoría no alcanza este paraíso que promete el mundo de la empresa.
A la “era emprendedora”, se le uniría en esos mismos años otro sintagma -Enterprise Culture- muy difundido desde los círculos empresariales del Reino Unido. “Cultura de Empresa”, unía dos palabras aparentemente alejadas y sugería que el propósito de la empresa no se ceñía sólo a la esfera de la economía, sino a un ámbito más amplio. Estas dos referencias podrían ser representativas del giro neoliberal que en esos años se produce en los dos países citados y que se expande a gran velocidad por el resto del mundo. Este giro es el caldo de cultivo en el que va a cuajar la revolución emprendedora que desde entonces se vive y que llega a nuestros días bien alimentada y en crecimiento constante.
Esta cultura del emprendimiento se basa en unos ideales relacionados con los valores y las aptitudes del emprendedor que han sido frecuentemente identificadas con la juventud. La tecnología, las nuevas cualificaciones, el riesgo, el cambio, la creatividad se asocian interesadamente en el campo ideológico de la empresa. El nuevo management, desde la década de los noventa, ha ensalzado lo joven porque odia lo viejo, ya que representa la estabilidad y la rigidez, frente a la juventud que representa la flexibilidad. Tom Peters, uno de los gurús del mundo empresarial, lo resume con un chiste: “¿Por qué los padres preguntan a los hijos qué van a ser de mayor? Porque buscan ideas”.
El interés fundamental del dispositivo emprendedor es extender la lógica del capital humano, que es uno de sus elementos clave. Las representaciones del trabajo que subyacen en dicho dispositivo delinean un nuevo tipo de trabajador ideal, que se proyecta sobre todo para las generaciones jóvenes. Los rasgos que lo caracterizan serían acumular habilidades para cumplir con la flexibilidad actual del mercado de trabajo, adaptarse a las situaciones más diversas; saber trabajar en equipo con diferentes profesionales; ser capaz de trabajar con espíritu empresarial; ser apasionado en el trabajo, no medir el tiempo, ser móvil, saber comunicarse y conectarse a través de redes; responsabilizarse de su carrera y crearse una reputación atractiva, tener la apertura necesaria para lidiar con lo nuevo, demostrar creatividad, autonomía y autocontrol; saber administrar personalmente el trabajo, la “carrera”; ser ágil y reactivo; trabajar por proyecto, crear sus propias oportunidades de trabajo, tomar riesgos.
El arquetipo resultante coincide con el perfil de un empresario de sí mismo; sé tu propio producto y tu propia marca. Entre los jóvenes universitarios, esta visión es hoy hegemónica. No es que se acepte sin más. Existen algunas resistencias y, sobre todo, mucha perplejidad entre los jóvenes. Si se consultan los sondeos, lo que ellos desean, prioritariamente, es seguridad en el trabajo y buenos salarios. Por tanto, aspiraciones poco emprendedoras. Sin embargo, a fuerza de una propaganda insistente de la figura del emprendedor y a falta de respuestas que provengan de otra matriz ideológica, los jóvenes tratan de ajustarse a las promesas emprendedoras, a veces, incluso las celebran. Estas promesas, apoyadas por un continuo storytelling, persuasivo y difícil de esquivar, acaban captando a los jóvenes y convenciéndolos de que tienen que convertirse en emprendedores.
Las primeras aproximaciones de los jóvenes universitarios al mundo laboral, plagado de desempleo y temporalidad superiores al 50%, mediante trabajo gratuito (free labor), en prácticas, becarios, o trabajo precario (contratos por horas y sin salario fijo), confirman la existencia de una maximización del poder material y simbólico del empresario a la hora de contratar. La promesa es un capital (en manos de la empresa) que aunque sea ficticio, activa una mano de obra real, que trabaja gratis y a la que, generalmente, le es negado el valor y el carácter productivo. Estos programas de prácticas alimentan un círculo vicioso en el que la mayoría de jóvenes no alcanzan el ansiado empleo, pues las empresas encuentran el incentivo del trabajo que les sale gratis, pero explotan la idea de la promesa de una situación mejor en el futuro. Esto normaliza el trabajo gratuito que pasa a convertirse en un rasgo de cualificación y de cuidado del capital humano y que acredita a quien lo acepta como alguien dispuesto a asumir riesgos. Generalizado para todos, el trabajo gratuito impulsa una espiral competitiva a la baja en la que los jóvenes se autoexplotan más y más, lo que refuerza, de nuevo, la lógica del trabajo gratuito.
La reacción de estos jóvenes altamente cualificados no suele ser el cuestionamiento del sistema capitalista, con el que no parecen tener ningún problema, y ocupa para ellos, sin fisuras, el horizonte de lo pensable. En ese caldo de cultivo, germina muy bien el discurso emprendedor, que tiene mucho de teatral, con golpes de efecto, lenguaje declamatorio y dado a la metáfora exagerada, guiado por el storytelling y la anécdota. El estilo de la retórica empresarial es muy teatral: utiliza como géneros privilegiados el diálogo, la parábola o las historias de éxito empresarial, donde hombres de empresa dan testimonio y relatan su experiencia dialogando, dirigiéndose directamente a los lectores. Estos retratos, a la manera de una galería de celebridades, de personajes, escenifican apologéticamente la fe empresarial y ofrecen una guía del éxito, paso a paso, que refuerza y motiva a sus admiradores. En la agenda emprendedora, siempre figurará una charla TED, la escenificación de una demo empresarial, el golpe de efecto de un pitch elevator donde vendes tu idea en un minuto. Resulta difícil no dejarse persuadir por esta magnífica escenificación optimista de la vida de las success stories, tanto las de épicos empresarios clásicos, como las más actuales de los emprendedores de startup, arrebatadoramente cool e inspiradoras.
Pero el discurso emprendedor no solo es una forma de convencer y conducir las decisiones de los jóvenes hacia asumir el riesgo del emprendimiento, sino que también es una escuela que performa el comportamiento que deberán emular esto potenciales emprendedores para captar inversores. El emprendedor necesita, además de una buena idea, comportarse estratégicamente como un farsante para obtener financiación y reputación. En el universo de las startup es más importante lo que se aparenta ser que lo que se es. Se valora el potencial y lo prometedor, el potencial de una idea. En su último libro, Michel Feher ha conectado la lógica hegemónica actual de los mercados financieros con esta necesidad del sujeto emprendedor de aparentar, “apreciarse”, acreditarse. La serie televisiva Silicon Valley -una estupenda farsa- muestra bien esta necesidad de aparentar de las startup, de presentarse seductoramente en escena, tras la cual hay una turbia realidad de promesas incumplidas, vacío ético y enfermedad mental. Por tanto, no es exagerado comparar la figura del emprendedor con la farsa, el teatro, la apariencia, el personaje. Esta es la faceta más popular y visible del emprendedor hoy.
El discurso emprendedor se ofrece como superador de la raza, el género, las incapacidades físicas, los males ecológicos… se ofrece como superador de todas las desigualdades estructurales que han caracterizado a las sociedades capitalistas y esto tiene mucho de farsa terrible cuando la mayoría de los parias de la tierra despierta del sueño emprendedor y se da de bruces con la realidad.
El discurso emprendedor incluso ha sido asumido por el Estado, al que se trata de convertir a la misión emprendedora, de aprovechar los recursos públicos para financiar el emprendimiento y de reformular las políticas en todos los sectores, salud, servicios sociales, educación. En las universidades aparecen constantemente iniciativas emprendedoras: un concurso de emprendedores; un programa para potenciar las competencias emprendedoras de los alumnos; spinoff/startup que se asocian y patentan con el sector privado, tesis doctorales en mindfulness, realizadas por alumnos de trabajo social. El new public management es dominante en los servicios estatales en la actualidad.
Las políticas de emprendimiento dirigidas a la juventud que se han implementado en los últimos años en Europa se han erigido como una de las principales medidas de choque contra las altas tasas de paro y precariedad en el empleo que sufre gran parte de la juventud española. Desde mediados de los noventa, la política europea de empleo es el marco referencial de las medidas en materia de empleo que se toman en España y se materializa en la conocida como Estrategia Europea de Empleo (EEE). La EEE y en concreto el acuerdo “Europa 2020: A Strategy for smart, sustainable and inclusive growth”, firmado en el año 2010, establecen las orientaciones para las políticas de empleo de los Estados miembro en la actualidad, que modifican así las legislaciones laborales específicas de cada uno de los países miembro y con diferencias significativas entre ellos. Estas orientaciones están atravesadas por nociones como la empleabilidad, la flexiseguridad, la activación y, más recientemente, el emprendimiento, que activan dinámicas de intervención en materia de empleo que no son inocuas, ya que ponen el acento en que es responsabilidad única de las personas el generar estrategias para su inserción y mantenimiento en el mercado laboral. Las indicaciones enviadas desde las instituciones públicas para superar las situaciones de desempleo se basan principalmente en el trabajo sobre uno mismo y no tanto sobre el sistema económico o sobre el mercado de trabajo, que se presentan como naturales, cuando no ingobernables. En definitiva, la individualización y la psicologización (o, en otros términos, la despolitización) en la forma de tratar las problemáticas laborales está alimentando un modo de subjetivación que confluye con la debilidad de unos Estados que, ante la imposibilidad de generar y mejorar el empleo, tratan de asegurar la adaptación de los individuos a los nuevos requerimientos laborales .
Derivado del interés de las instituciones gubernamentales españolas por el emprendimiento, en 2007 se aprobó la Ley 20/2007, de 11 de julio, del Estatuto del trabajo autónomo que crea el marco legal para el incremento de este régimen de trabajo, dando seguridad jurídica a las empresas contratistas de autónomos y que no sean calificados legalmente como trabajadores de régimen general, ya que crea una nueva figura denominada como «trabajadores autónomos económicamente dependientes» (TRADE), que también existe en otros países, que vendría a ser un híbrido entre el trabajador con cuenta ajena de régimen general y el auténtico autónomo que trabaja para diversas empresas o clientes. Así, los trabajadores autónomos económicamente dependientes son aquellos que obtienen, al menos, el 75% de sus ingresos de un único cliente y algunos otros requisitos como diferenciarse de otros trabajadores, disponer de medios de producción propios, auto-organizarse (pero siguiendo las «indicaciones técnicas que pudiese recibir de su cliente») y cobrar según resultados y no un salario fijo, lo cual es una forma muy interesante para las empresas de desviar la aplicación del régimen general de la contratación de trabajadores por cuenta ajena. La figura de los TRADE supone de facto reconocer la existencia de una relación de dependencia que, desde el punto de vista del legislador, justificaría su mayor grado de protección y de equiparación a los asalariados, y no su liberalización y desprotección de condiciones laborales, económicas y sociales .
En el plano educativo, se puede observar cómo en los currículos escolares establecidos a partir de la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), adolescentes, niños y niñas están siendo instruidos en competencias y aptitudes para el emprendimiento. Las políticas educativas vigentes insisten en la necesidad de que sean los centros educativos los que “despierten la actitud emprendedora”, “eduquen el talento emprendedor” y “enseñen las competencias” para ello. La demanda de “aprender a emprender” es una de las competencias transversales señaladas por los currículos educativos en los diferentes niveles y se trabaja mediante diversas pedagogías .
Entre los agentes que cultivan las actitudes y competencias personales y psicológicas hacia el emprendimiento con el objetivo de generar cultura emprendedora, en la última década ha surgido una multiplicidad de “partenariados” público-privados, organizaciones, empresas —o incluso emprendedores— que han hecho de la formación en el emprendimiento su actividad principal y su propio nicho de mercado. Entre toda esta amalgama de mediadores del emprendimiento, destacan las entidades bancarias o sus fundaciones que lo incentivan mediante diferentes productos financieros y programas de captación, asesoramiento y acompañamiento. También destaca toda una multiplicidad de institutos de investigación, incubadoras, semilleros, laboratorios y aceleradoras del emprendimiento que han surgido al albur de estas políticas10. Desbordando el ámbito educativo y de promoción del empleo, nos encontramos diferentes políticas de empresa que tratan de fomentar el emprendimiento entre sus trabajadores a través de programas de I+D+i mediante el concepto de intraemprendimiento o emprendimiento corporativo, y que no necesariamente se refleja en la formación de nuevos empleos. Por último, hay que destacar que de unos años a esta parte, los medios de comunicación difunden con insistencia y fascinación ciertas narrativas del emprendimiento haciendo del mismo un discurso omnipresente .
La tarea de apostolado y difusión del emprendedor es universal, y ya vivimos un Silicon Valley globalizado, exportado hasta el último rincón del planeta. Incluso a los lugares más exóticos. Tenemos el Silicon Wadi en Israel; el Dubai Silicon Oasis; el denominado Silicon Valley de India -Bangalore-, donde se ha creado recientemente una universidad llamada Silicon City College; el Silicon Delta en el distrito de Guangdong en China o el Silicon Gulf en Filipinas. No solo encontramos estos clones emprendedores en los lugares más exóticos, en el primer mundo podríamos visitar el Silicon Fen, cerca de Cambridge, el Silicon Bog en Dublín o el Tetuán Valley o Chamberí Valley en Madrid. París, Moscú, Berlín pugnan por ser la Silicon Valley europea. Si visitamos las webs de todos estos lugares encontramos el mismo discurso emprendedor que homogeneiza, borra incluso las peculiaridades culturales de los diferentes territorios.
La consecuencia, por supuesto, ha sido el incremento del número de trabajadores autónomos, aunque el trabajo asalariado sigue siendo el dominante. Los datos de afiliación a la Seguridad Social de junio de 2022 indican que hay 3.163.511 de personas trabajadoras por cuenta propia, lo que representa el 15% de los afiliados, mientras que en enero de 1985 había 1.844.633 de trabajadores autónomos (17% de los afiliados). El 78% de los autónomos carece de trabajadores asalariados y el 73,6% está en el sector servicios.
Las cotizaciones sociales y el régimen de prestaciones y mecanismos de protección son más limitados con el aumento del trabajo autónomo con respecto al trabajo asalariado, teniendo en cuenta que el 85% de los autónomos se acogen a la base mínima de cotización, lo cual repercute en las pensiones que recibirán cuando se jubilen .
Está surgiendo una nueva conceptualización del trabajo, con este modelo de capital humano-emprendedor, y cambios relevantes respecto al modelo de trabajo asalariado. Se está erosionando el marco institucional de este (Estado, Derecho laboral, régimen de acumulación) y el modelo del capital humano ya está creando una situación de penuria, precariedad e incertidumbre (trabajo por proyectos, trabajo independiente, subcontrataciones, salarios bajos, trabajo gratuito) y un vacío de derechos. La capacidad de negociación de los jóvenes actuales es baja y además se han socializado en los últimos treinta años, en un contexto de mucha amnesia e individualismo, y esto dificulta cualquier narrativa coherente del futuro y les condena a estar empantanados en un presente donde hoy manda la precariedad del capital humano.
El relato para los emprendedores es que esa precariedad no es más que un tránsito hacia un mayor potencial, una autorrealización, de forma que se salió de la «zona de confort» porque “eligieron” para sí condiciones de vida y trabajo precarias, o filosofías de vida anti- o contrainstitucionales que se asocian a la libertad, a la autonomía y a la autorrealización, que hoy en día se han convertido en modelos a seguir. Así, la gramática del emprendedor habría traducido parte del discurso autonomista del 68 y cierta filosofía del Do It Yourself (DIY) —“hazlo tú mismo”— del movimiento punk. Hacen de la búsqueda de la autorrealización el motor a través del cual los emprendedores asumen cotas de precariedad —no solo laboral— que de otra manera quizá no aceptarían. La elección personal de la precarización en aras de la autorrealización puede ser definida como la asunción más o menos reflexiva de la individualización de los riesgos, las incertidumbres y
la inseguridad que se deriva del declive de la norma moderna del trabajo, pero también del deseo de autonomía y realización de sí de los actores. La forma en la que se declinan individualmente libertad, autonomía y autorrealización revela que muchas veces, convertirse en emprendedor y precarización funcionan de forma sincronizada, lo que le otorga recorrido heurístico al concepto de emprecario/a, dadas las condiciones materiales y simbólicas atravesadas por la precariedad en las que muchos emprendedores desarrollan sus proyectos vitales y laborales, y que sólo se pueden entender como inversiones, sacrificios y/o precariedades del presente para el desarrollo de un proyecto laboral y vital propio en el futuro .
En la medida en que uno de los principales problemas a los que se enfrentan los emprendedores es la financiación, la banca opera como un dispositivo de difusión, selección y/o producción de emprendedores. En los proyectos elegidos la deuda económica adquirida con una entidad bancaria opera como una tensión donde la relación económico-moral —e ideológica— entre acreedor y deudor resulta estructurante. El sistema financiero monetariza el deseo de realización de sí —la autorrealización— en lo que tiene que ver con lo laboral, de forma que el emprendedor ha de pagar para poder trabajar, realizarse como persona o “ser su propio jefe”. Desde esta perspectiva, adquiere sentido la figura del emprendeudor, ya que subraya el plano donde las nociones de trabajo y trabajo sobre uno mismo —como inversión— se solapan y donde, sobre todo, emprendimiento y endeudamiento confluyen .
Además, están las lógicas de la deuda que se contraen con todo el entramado social sobre el que se sostiene el sujeto emprendedor —familia, pareja, amistades, colaboradores, proveedores— y que están más próximas a la noción antropológica del don. Para presentarse como individuo emprendedor, el o la joven pone a trabajar y/o reconectar todo su entramado social haciendo que muchas veces, pareja, familiares, amigos, etc., se involucren potencialmente en el proyecto en tanto que clientes, consejeros, avalistas, comerciales y/o representantes del propio proyecto emprendedor .
La mortalidad de empresas en los primeros años de vida es elevadísma. Sin embargo, se pone a todos estos colectivos a pensar y a vivir como empresarios, se consigue difundir estos modos de comportamiento y crear estas subjetividades emprendedoras. Cuando en realidad no son más que empresarios a la fuerza, por necesidad ante un mercado de la explotación laboral, empresarios de superviviencia que atienden las necesidades de flexibilidad y de externalizar riesgos de las empresas de verdad. Más que emprendedores, son emperdedores. Estas consiguen sus recursos de mano de obra no ya a través del trabajo asalariado dependiente, sino a través de una abundante oferta de trabajadores por cuenta propia, autónomos, que se comportan como empresas. Asumen sus riesgos, se hacen cargo de costes que antes del gran proceso de externalización los pagaban las empresas y, por ello, ahora son baratos. Las empresas pueden contratar los servicios que ofrecen estos autónomos a través del trabajo por proyecto sin necesidad de afrontar costes de despido o de Seguridad Social. En realidad, el triunfo actual del mundo de la empresa es haber privatizado las nuevas formas de la fuerza de trabajo liberándose de los costes normativos y fiscales. Miles de autónomos que trabajan para ellas sin tener más que pagarles el coste de un servicio. Con ello, se ha roto el carácter social del trabajo que identificaba a la norma de empleo fordista del trabajador asalariado sujeto a garantías sociales. El trabajo es así cada vez más un hecho individual, no social.