El problema del Fin de la Historia no es que la intelectualidad y la propaganda capitalistas las difundan y defiendan, sino que la izquierda se las crea. Y, por desgracia, la izquierda también esta en crisis, paralizada entre la nostalgia y el derrotismo.
El resumen histórico podría ser que, después de la euforia comunista desde la Revolución rusa de 1917 y la expansión de la URSS tras la Segunda Guerra Mundial (incluyendo la República Democrática Alemana y Corea del Norte), así como por distintos países de Asia, África y Latinoamérica, y un gran peso del socialismo en muchos países, incluso en los países capitalistas triunfaba el keynesianismo y la socialdemocracia para intentar impedir el avance del comunismo. Sin embargo, los estados nominalmente comunistas no lograron ofrecer una alternativa deseable, superadora en términos civilizatorios, con respecto al capitalismo. Por su parte, la socialdemocracia impuso sus consensos, por lo menos en Occidente, durante casi tres décadas en la segunda posguerra, pero éstos llegaron a ser incompatibles con la acumulación capitalista y acabaron por ser impugnados y derrotados por la ofensiva neoliberal desde las crisis petroleras de los años 70 en adelante, cuyo acto culminante devino con la disolución de la URSS. La tercera vía fue un breve intento de resucitar las socialdemocracias, pero la Gran Recesión de 2008 acabó imponiendo el realismo capitalista incluso en los partidos socialdemócratas: un «capitalismo con rostro humano». El contenido más radical que puede encontrarse entre los partidos socialdemocrátas es la nostalgia del pasado y de la así llamada «edad de oro» del capitalismo. Sin embargo, las condiciones mismas que hicieron posible la socialdemocracia ya no existen. La «edad de oro» capitalista fue predicada sobre el paradigma productivo de un entorno fabril disciplinado, donde los trabajadores (blancos, varones) recibían seguridad y un estándar de vida básico a cambio de toda una vida de aburrimiento atrofiante y represión social. Dicho sistema dependía de una jerarquía internacional de imperios, colonias y una periferia subdesarrollada; un petróleo abundante y barato; una jerarquía nacional de racismo y sexismo y una jerarquía familiar rígida de subyugación femenina. Además, la socialdemocracia se apoyaba en un equilibrio particular de fuerzas entre las clases (y una disposición de éstas a transigir) y todo esto sólo fue posible tras la destrucción sin precedentes ocasionada por la Gran Depresión y por la Segunda Guerra Mundial y porque las oligarquías capitalistas percibían como una amenaza real y cercana tanto al fascismo como al comunismo.
Así pues, durante una treintena de años se ha visto un creciente repliegue teórico de los intelectuales de izquierdas en sus cátedras, una enorme desmovilización obrera y sindical, y el correspondiente cataclismo electoral en los partidos de izquierdas, que ha conducido a un espectáculo decepcionante de los partidos políticos, cuyos argumentos y discursos se reducen a intentar demostrar que son menos corruptos que los demás. No se cuestionan las ideologías y las políticas, sino la decencia de los candidatos; parece que es lo único sobre lo que se puede hablar, ya que lo demás (lo importante) es un tabú incuestionable para quien no quiera caer en el ostracismo político y social.
La izquierda ha asumido con pesimismo que no puede llevar a cabo un cambio a gran escala, colectivo y social, y en el mejor de los casos queda reducida a la resistencia, la crítica infinita y las políticas folk. Nos ha abandonado el espíritu expansivo, universalista, de cualquier política con vocación de poder. Pasamos de creernos herederas de la historia y propulsoras de la modernidad, a morar melancólicamente en una resistencia sin horizonte, donde no parece que tengamos una perspectiva creíble para impulsar una idea de progreso, esto es, un proyecto de sociedad diferente y mejor a la existente. La estrategia de la izquierda es reaccionaria, ya que se limita a responder y criticar para resistir a las iniciativas del capitalismo, pero no dispone de una estrategia ofensiva que oponer al sistema económico, social y político capitalista.
A la vez, que sucedía todo lo anterior, las demandas de la nueva izquierda desnudaron las exclusiones violentas y las jerarquías subyacentes a la política de la izquierda tradicional, que se basaba en la subalternización implícita o explícita de las mujeres, la exclusión de grupos étnicos y el colonialismo directo o indirecto sobre la periferia global, burocratización, verticalidad, exclusión e institucionalización. Las luchas feministas, anticoloniales y antirracistas, y todo el conjunto de nuevas sensibilidades subyacentes a lo que suele llamarse “nuevos movimientos sociales” (derechos civiles, antiglobalización, feministas, pacifistas, ecologistas, LGTBI+), impusieron nuevas agendas donde la dupla partido-sindicato, que estructuraba el pensamiento de la vieja izquierda, tanto socialdemócrata como comunista, se reveló insuficiente, incapaz de dar cuenta de la multiplicidad de conflictos reales y portadora de opresiones propias.
Además, el principal agente revolucionario del marxismo, la clase obrera o trabajadora, ha sido fragmentado por el capitalismo hasta que la alienación se ha conseguido destruyendo el significado de la etiqueta. Los obreros (hombres blancos) que trabajan concentrados en una fábrica y que viven en un barrio obrero común, donde es fácil identificar la opresión, las reivindicaciones y la lucha, ha dado paso a una sociedad terciarizada, donde predominan los trabajos de «cuello blanco» y la extensión del concepto de «clase media», la deslocalización entre el lugar de trabajo y la residencia, elevado a la máxima expresión en el teletrabajo y la economía de recados (geek economy) mediante APP, en los que se han incorporado las mujeres y los inmigrantes, hace mucho más difícil coordinar la movilización anticapitalista. El capitalismo ha fragmentado a la clase trabajadora y la clase no es el único, ni necesariamente el central, vector de la contestación social anticapitalista. Vivimos un mundo de dispersión y multiplicidad de demandas sociales, donde la clase trabajadora aparece fragmentada, al tiempo que demandas relevantes como las de los nuevos movimientos sociales forman parte irrenunciable de los proyectos emancipadores. En este contexto, la izquierda necesita ser universalista, expansiva, populista y hegemónica. Esto significa: debe ser capaz de reunir en un proyecto global de sociedad a subjetividades, movimientos y aspiraciones diversos, articulando en un programa anticapitalista a las luchas feministas, antirracistas, anticoloniales, indígenas, campesinas, democráticas, obreras, etc.
La izquierda, desarmada tras el fracaso secular, agotada en su imaginación histórica, desmovilizada socialmente, se ha atrincherado en las políticas folk. Alex Williams y Nick Srnicek publicaron en 2013 el Manifiesto por una política aceleracionista, intentando recuperar una perspectiva estratégica para la izquierda que pudiera apropiarse de los últimos avances tecnológicos producidos por el capitalismo. En 2015 desarrollaron y corrigieron sus tesis en el libro Inventing the Future. Postcapitalism and a World without Work. Srnicek y Williams parten de una lúcida crítica a lo que llaman folk politics, que es una manera de entender la política que gobierna de modo implícito el sentido común de la izquierda contemporánea, configurando una “constelación” de ideas e intuiciones. Esta política busca, contra la inhumanidad y la abstracción del capital, recuperar la calidez de lo concreto y devolver las cosas a su escala humana. Las políticas folk sospechan de la abstracción y la mediación, postulando lo cotidiano, inmediato, y palpable como el sitio de la autenticidad. La mentalidad folk valora siempre lo cercano, lo pequeño, lo tradicional y lo natural. La lucha por el poder y la estrategia política eluden a esta mentalidad, cuya forma más completa es el horizontalismo radical, pero cuyos presupuestos tienen peso mucho más allá de quienes explícitamente defienden posiciones horizontalistas, calando sobre los movimientos sociales y las subjetividades en lucha en múltiples niveles. Una serie de dicotomías instaladas articulan la mentalidad folk: las decisiones tomadas por las personas implicadas son preferibles a las tomadas desde instancias representativas, la experiencia inmediata es más importante que el pensamiento sistemático y abstracto, lo pequeño es bello, lo particular es más valioso que lo universal (que sería inherentemente totalitario), lo simple es mejor que lo complejo, lo local es ético y mejor que lo global. La experiencia directa de las personas que sufren opresión es el sitio de enunciación privilegiado de este modo de entender la política, mientras que la representación es vivenciada como abstracta, ajena a la vida real e inherentemente distorsiva u opresiva.
Estos autores ven en las políticas folk una respuesta irracional y distorsiva a tres coordenadas históricas de nuestro tiempo: la complejidad ingobernable del capitalismo globalizado, la experiencia de fracasos del comunismo y la socialdemocracia y el espectáculo decepcionante de los partidos políticos en general. El capitalismo global se caracteriza por dinámicas complejas, imposibles de prever por las personas y que escapan incluso a nuestra comprensión. No parece haber grandes teorías ni narrativas capaces de organizar una representación ordenada del mundo en que vivimos, mucho menos de orientar la acción en él. Desde el punto de vista de la experiencia individual, el capitalismo global es abrumador: las personas somos afectadas, incluso gobernadas, por lógicas ciegas que sólo es posible reconstruir abstractamente: “La globalización, la política internacional y el cambio climático: cada uno de estos sistemas da forma a nuestro mundo, pero sus efectos son tan extensivos y complicados que es difícil situar a nuestra experiencia dentro de ellos” . Frente a esta complejidad abrumadora, las políticas folk ofrecen el falso reaseguro del repliegue en la inmediatez, la calidez de los vínculos cara a cara y la exclusión por principio de todo razonar abstracto, y se «dan por satisfechos con establecer pequeños espacios temporales de relaciones sociales no capitalistas, rehuyendo los problemas reales que conlleva el hecho de tener que luchar contra enemigos intrínsecamente no locales, abstractos y profundamente arraigados en nuestra infraestructura cotidiana«. Esta mentalidad de la política folk se consuela con los ínfimos placeres de la estridente denuncia, las protestas mediatizadas y los disturbios lúdicos, o con la noción escasamente creíble de que mantener una adusta «crítica» sobre la subsunción total de la vida humana en el capital, desde el refugio de la teoría o desde el interior del autocomplaciente equívoco de la «indeterminación» del arte, constituye resistencia.
El problema es que si el progreso ha terminado, o sólo le pertenece al capital, entonces a la izquierda sólo le queda resistir. Si lo pequeño es hermoso y todo universal es opresivo, entonces a la izquierda sólo le queda replegarse en lo local. Si la abstracción, la mediación y la representación son formas de dominación, entonces sólo queda reunir a los cuerpos sufrientes en espacios transitorios de vinculación inmediata, privilegiar la experiencia directa de las personas oprimidas y abandonar toda vocación hegemónica que intente construir amplias coaliciones bajo una dirección política capaz de pensar abstractamente, trascender lo inmediato y formular proyectos radicales de sociedad. Sin embargo, si de superar al capitalismo se trata, la mera resistencia es inútil: “Un mundo nuevo no va a nacer de resistir” .
La estrategia ofensiva que proponen Srnicek y Williams, denominado inicialmente como aceleracionismo, parte de la idea de que es posible construir una modernidad más allá del capitalismo y que dado que el capitalismo es “un universal agresivamente expansivo” , la única estrategia viable para enfrentarlo es levantar otro proyecto social igualmente expansivo y universalista que reivindique para sí el legado de la modernidad.
El concepto de aceleracionismo que utilizaron Srnicek y Williams en su manifiesto de 2013, fue evitado y omitido intencionadamente en el libro de 2015, probablemente por la diversidad de significados que se han atribuido a dicho término. Estrictamente, existe una diferencia entre subvertir y acelerar la modernidad del capital. Si se tratara sólo de acelerar los procesos en curso, creeríamos que el capitalismo va a caerse por su propio desarrollo, que profundizando la modernidad realmente existente nos acercamos a la transformación social emancipadora. La propuesta de Srnicek y Williams, sin embargo, no es profundizar el capitalismo hasta que se destruya a sí mismo. Los autores combinan una llamada a contestar o reclamar (antes que impugnar) el universalismo moderno, con una propuesta por reutilizar los resultados técnicos del capitalismo. Comprenden que la lógica social de la modernidad y sus desarrollos técnicos plasman procesos abiertos, contradictorios y susceptibles de ser reorientados, reformulados y cuestionados inmanentemente. Esto significa que, sin caer en un concepto de progreso ingenuo ni eurocéntrico, comprenden que la modernidad capitalista y su técnica son realidades bivalentes, en las que se plasman formas de dominación, pero también se anuncian pasibilidades transformadoras. No se trata de acelerar la modernidad realmente existente, pero tampoco de impugnarla sin más. Se trata de subvertirla para crear una modernidad más allá del capital: postcapitalista.