Al comienzo del siglo XX había una euforia derivada de los avances de las tecnologías de la información y las comunicaciones. Nos quedamos maravillados de las novedades que introducía y de las potencialidades que tenía y que íbamos a ver en las siguientes décadas. Nos despertamos del sueño muy rápido con la crisis y estallido de la burbuja puntocom.
Por supuesto, el planteamiento de los analistas, economistas, inversores, reguladores, etc., era que se trató de un ajuste más de los «excesos» del mercado, la avaricia, el hambre de riesgo (y ganancias indecentes) y del «optimismo» de los inversores. Una simple juerga bursátil, con su correspondiente resaca económica.
Sin embargo, en las décadas siguientes la tecnología ha seguido desarrollándose en distintos planos, pero probablemente el elemento más significativo que ha permitido la aceleración tecnológica, ha sido la ampliación de la capacidad (velocidad, latencia, etc.) de las redes de comunicación (desde la fibra óptica a las redes 3G, 4G, 5G, 6G), que permiten funcionalidades y rendimientos que antes no se habían visto en Inteligencia Artificial, big data, simulación, Internet de las Cosas (IoT, por sus siglas en inglés), realidad aumentada o extendida, telemedicina, televisión via streaming, redes inteligentes y eficiencia energética, vehículos autónomos, etc.
De hecho, se han publicado libros con una serie de «utopías» o, más bien, «sueños húmedos» tecno-optimistas defendiendo que la tecnología y la automatización de amplios aspectos de nuestra economía y vida cotidiana, resolverán el problema del cambio climático por el desacoplamiento entre el crecimiento económico y la emisión de CO2, la escasez con una producción abundante de bienes y servicios gratis , e incluso el fin del trabajo asalariado .
El problema es que, al margen de los límites energéticos y materiales que enfrentamos actualmente, y que se incrementarán en un futuro muy próximo, estas «nuevas» economías no son más que capas tecnológicas del mismo sistema económico capitalista, explotador, productivista, consumista y depredador de siempre, con lo que es muy improbable obtener resultados diferentes a los obtenidos en los últimos doscientos años.
En primer lugar, parece fuera de toda duda que la economía digital se basa en un oligopolio de unos pocos gigantes tecnológicos: Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft en EEUU, y Alibaba, Tencent y Huawei como máximas exponentes asiáticas. Por tanto, hay una concentración de recursos (energéticos y materiales), capital e información/conocimiento en unas pocas empresas, que genera mercados cautivos a nivel global o mundial, en los que es más probable que los actores permanezcan en una plataforma, en lugar de migrar a otras competidoras. Las tecnologías de la información y las comunicaciones son un modelo de negocio en el que la optimización de las llamadas economías de escala se lleva a sus últimas consecuencias, y su éxito se traduce en oligopolios. La filosofía de estas empresas es que “el ganador se lo lleva todo”, un juego clásico de suma-cero, lejos del idílico «win-win» que los gurús de las start-ups preconizan constamente. Unos oligopolios que no sólo se producen de forma digamos natural (captación de mayor cuota de mercado por prestar mejores servicios y precios más baratos), o por la envergadura de la infraestructura digital que despliegan, sino también por su estrategia de fusiones y adquisiciones de cualquier pequeño rival o nueva start-up que haya creado algo que en un futuro pueda quitarle cuota de negocio a los gigantes tecnológicos.
La economía digital se basa en una serie de mitos fundacionales: unos adolescentes (blancos y anglosajones), en un garaje, con 10 dólares, que tienen una idea magnífica que rompe el mercado como se conocía hasta entonces, y se convierten en multimillonarios con menos de 30 años de edad. Los ejemplos abundan: Bill Gates (Microsoft), Steve Jobs (Apple), Jeff Bezos (Amazon), Elon Musk (Pay Pal), Larry Page y Sergey Brin (Google), Marc Zuckerberg (Facebook), Jack Dorsey (Twitter), etc. La «nueva» economía no parece muy diferente de la capitalista de siempre: ganar ingentes cantidades de dinero, a toda costa, incluso de muchos compañeros de proyecto, que fueron engañados o abandonados en las fases iniciales:
- Noah Glass, que acuñó el nombre de Twitter, fue despedido por Jack Dorsey.
- Steve Wozniak dejó Apple, afirmando que la compañía había «ido en la dirección equivocada durante los últimos cinco años«.
- Bill Gates, en 1980 otorgó la licencia de MS-DOS a IBM para su uso en los primeras PC de escritorio de la compañía, pero contenía código copiado de un sistema operativo anterior llamado CP/M, cuyo creador Gary Kildall decidió no emprender acciones legales contra Microsoft ni IBM. Bill Gates también copió a Steve Jobs, cuando trabajaron estrechamente en el desarrollo de la interfaz gráfica de Lisa (basado en un desarrollo previo de Xerox), y Bill Gates se adelantó a Steve Jobs al anunciar, en 1983, la idea de un entorno gráfico con ventanas, iconos, y un mouse.
- Los hermanos Winklevoss y Divya Narendra, estudiantes también de Harvard, que le propusieron a Mark Zuckerberg que trabajara en un directorio web en línea para el uso de todos los integrantes de las fraternidades en la universidad, hasta entonces dispersos en diversos facebooks, anuarios impresos. Mark aceptó y comenzó a trabajar en ese proyecto, pero también trabajaba al mismo tiempo en uno propio, el thefacebook, que apareció el 4 de febrero de 2004 reflejando a Mark como creador. Seis días después, los hermanos Winklevoss y Narendra abren una demanda pues thefacebook era similar al sitio web en el cual ellos estaban trabajando llamado HarvardConnection.com.
Las ventas millonarias que hacían los fundadores de estos proyectos tecnológicos creó una fiebre emprendedora entre muchos jóvenes aficionados a las tecnologías de la información y las comunicaciones, no para generar riqueza, aunque sus declaraciones públicas se basan en nobles ideas altruistas, sino para dar un gran «pelotazo». Si la aplicación en sí misma no arrasaba, al menos tienen la esperanza de que alguna de las grandes empresas les compren su idea por un suculento precio. Por supuesto, los fondos de inversión también se han sumado al negocio de la especulación tecnológica y han invertido enormes sumas de dinero en proyectos tecnológicos, vistas las enormes cifras en las que se pueden vender dichas start-ups.
En segundo lugar, estas dinámicas que acabamos de mencionar han generado que las aplicaciones y palataformas tecnológicas sean de naturaleza inherentemente rentista. En el rentismo se define la renta como el «pago a un actor económico (el rentista) […] simplemente en virtud de que controla algo de valor». Los activos que producen rentas pueden ser físicos, como los recursos naturales cercados o una parte del entorno edificado, o pueden ser entidades puramente legales, como la propiedad intelectual. De lo que se trata es de asegurar «los ingresos derivados de la propiedad, posesión o control de activos escasos bajo condiciones de competencia limitada o nula». En palabras de Christophers, estamos viviendo en un «capitalismo rentista» en el pleno sentido del término: «un modo de organización económica en el que el éxito se basa principalmente en lo que controlas, no en lo que haces; el balance de situación es lo único que cuenta», que desincentiva las inversiones que mejoren la innovación y la productividad. Los días de la destrucción creativa pasaron hace mucho tiempo .
En el caso de las empresas tecnológicas, la monetización de los datos requiere un trabajo relativamente reducido de transformación, en comparación con los esfuerzos de industrialización en otros sectores, lo que conforma una ventaja estructural de este tipo de compañías para liderar el proceso histórico de digitalización de la economía global. Las posibilidades de apropiación hiper concentrada de ganancias extraordinarias que es posible a partir de este tipo de esquemas productivos es uno de los motivos de su escaso aporte de valor de uso a la sociedad.
La hipótesis de que una mayor automatización de nuestras vidas y procesos productivos, además de destruir puestos de trabajo, genera una espiral virtuosa de incremento de la productividad, que incluso llegaría a generar bienes y servicios casi gratuitos para el consumidor, se ve desmentida cuando observamos que las tasas de crecimiento de la productividad del trabajo (producción por trabajador), que deberían estar acelerándose, de hecho se están ralentizando .
Lo cierto es que muchas empresas tecnológicas viven de la capitalización que obtienen en los mercados, a través de aumentar (ficticiamente) las espectativas que puede cumplir la empresa en el futuro. El caso es que consiguen inversores, aunque no presentan beneficios, lo cual, según la supuesta lógica del mercado, no debería suceder. Roku, empresa especializa en sistemas de streaming, que capitaliza más de 50.000 millones de dólares, no logra beneficios y gana más de un 200% en bolsa desde que empezó 2020 y cerca de un 20% a principios de 2021. La chinas iQiyi y Bilibili o la estadounidense Splunk son ejemplos similares, como en su día lo fue Tesla, o como ahora surge Airbnb, que seguirá algunos años sumida en pérdidas y que pertenece a un sector fuertemente golpeado por la pandemia, pero que vale más de 100.000 millones de dólares, tras debutar a finales de 2020 en el parqué y subir en apenas semanas un 150%.
No es extraño que los directivos lleguen a mentir, estafar y falsear cuentas. En España tuvimos el caso de Gowex, una empresa de redes wifi que proveía servicios al Ayuntamiento de Madrid y otras 64 ciudades, entre ellas Nueva York, París, Dublín o Dubái, y que en la última década habia falseado las cuentas de la empresa y había simulado facturaciones con empresas creadas para ello, gestionadas con testaferros. Esa «burbuja» se pinchó durante el verano de 2014, cuando la firma Gotham City Research LLC emitió un informe en el que valoraba en cero los títulos de la compañía al considerar que el 90 % de sus ingresos no existían. Goweex alcanzó tanta notoriedad que llegó a ser «la joya» del Mercado Alternativo Bursátil (MAB), donde su valor llegó a multiplicarse por cinco desde 2010, cuando comenzó a cotizar, y que tuvo siempre en mente saltar al mercado continuo; su periplo en Bolsa acabó en junio de 2018 al quedar excluida definitivamente del parqué.
Otro caso surgido al calor de la conocida como economía colaborativa, es EsLife, que nacía en 2012, como plataforma de servicios de limpieza a domicilio, auspiciada por el emprendedor valenciano Richard García. Siguiendo el modelo de otras plataformas como Get Your Hero o Wayook, la labor de EsLife consistía básicamente en actuar como intermediaria entre los trabajadores de limpieza y los usuarios, cobrando una comisión por cada servicio. La empresa contaba con el apoyo de aceleradoras como Plug&Play o Lanzadera y en sus primeras etapas de vida consiguió levantar casi un millón de euros en cuatro rondas de inversión. Para la empresa todo iba razonablemente bien hasta que, a finales de 2015, la inspección de trabajo se presentó ante sus puertas. Los inspectores determinaron que la viabilidad de la empresa dependía exclusivamente de una plantilla de trabajadores que estaban «contratados» bajo la figura del falso autónomo, dejando en manos de estos el cumplimiento de sus obligaciones tributarias. La inspección también determinó que la falta de supervisión por parte de EsLife sobre la situación fiscal de los limpiadores profesionales y su incapacidad para comprobar que estos cumplían con sus obligaciones con la Seguridad Social precipitaría el cierre de la misma, hecho que se consumó pocos meses después de dicha actuación.
Otro holding empresarial español, de la familia Pérez Dolset, ZED Worldwide, dedicada a crear contenidos digitales como videojuegos (Commandos, Praetorians e Imperial Glory) o películas de animación (Planet51). En 2006, fruto de diversas adquisiciones de competidores, tuvo un incremento del 235% sobre la facturación respecto al ejercicio anterior. En 2011, el accionista mayoritario con un 40%, Pérez Dolset, plantea al consejo de Zed Ww la aportación de acciones de la empresa a una sociedad holding en Holanda -Zed+,que se convertirá en su sociedad matriz-, con el objeto de sacar a cotización a la compañía en el Nasdaq. El accionariado -compuesto por el Grupo Planeta con un 20%; Torreal, el brazo inversor de Juan Abelló, con un 10%; el fondo norteamericano Veronis, con otro 10%; Banco Santander, con el 3,5%; y un 16% en manos de accionistas minoritarios- tendría el 65% del capital de la nueva sociedad y el 35% pasaría a manos de un inversor ruso. Zed Ww pasó de tener unos ingresos consolidados de 388 millones de euros en 2013, con un Ebitda de 29 millones, a acumular una deuda de 200 millones y entrar en concurso de acreedores el pasado. El Grupo Planeta y otros accionistas minoritarios declinan entonces entrar en esa nueva sociedad, y quedan fuera del consejo de Zed Ww. El socio ruso que entra en Zed+, Vagen Engybarian, no lo hace con el 35% de participación sino con el 12%. Otro socio ruso, el empresario de telefonía Mikhail Fridman, tendrá el 5%; es el dueño del conglomerado financiero Alfa Group, acusado por medios de EEUU de estar detrás de Donald Trump y de los ataques a los servidores de Hilary Clinton. Y con el 25%, entra una sociedad chipriota denominada DHZ, participada por la familia Pérez Dolset mediante la sociedad Jagtri Estate, cuyo testaferro es Michael Ramouil, imputado en España por ese papel en otras dos empresas que incurrieron en graves dificultades: Pescanova y Gowex. En 2017, el juez de la la Audiencia Nacional Manuel García-Castellón acordó el envío a prisión provisional sin fianza de Dolset, por su presunta implicación en la insolvencia punible de la compañía. En la causa contra ZED, impulsada por la Fiscalía Anticorrupción, hay prácticamente de todo: fraude en el uso de subvenciones públicas, vaciado ilícito de fondos de la empresa, concesión irregular de créditos blandos, relaciones comerciales más que sospechosas con magnates rusos, obstrucción a la entrada de nueva inversión en la empresa y un largo etcétera.
Otro caso es el de la ‘startup’ Join2Buy, que nació en pleno auge de las webs de cupones, y que durante varios años obtuvieron un notabilísimo éxito dentro del ecosistema de las nuevas empresas tecnológicas de nuestro país. En un segmento al auge, la ‘startup’ pretendía optar a su trozo de pastel mediante las compras colectivas. Pero la aventura no salió bien. Join2Buy no solo cerró, sino que dejó tras de sí una significativa deuda con Hacienda: 1,9 millones de euros.
La última vuelta de tuerca en todo este conglomerado de burbujas tecnológicas es que cualquier persona se dedique a ganar dinero pujando y apostando (no se le puede llamar ni siquiera inversión) en los mercados de valores. El mito es que todos podemos ser millonarios, dedicando un poco de tiempo y nuestros ahorros improductivos en el banco. Las aplicaciones móviles que hacen sencillo invertir en acciones (e-trading), como eToro o Robinhood, se han popularizado por todo el mundo, abriendo los mercados financieros a los llamados «retail investors» (inversores individuales), incluso sobre productos financieros de riesgo alto o muy alto, pero que son los que mejor pueden satisfacer el paraíso de la avaricia (o el infierno de la ruina) en que se convierten estas aplicaciones.
Estas aplicaciones de inversión están dirigidas a novatos financieros que van leyendo análisis por aquí y por allá, viendo videotutoriales, o incluso haciendo cursos on-line, y algunos se organizan en comunidades o foros de inversores, siendo uno de los mas famosos el grupo de Reddit denominado WallStreetBets, caracterizado por aplaudir las estrategias de inversión muy agresivas en opciones altamente especulativas y con apalancamiento, hasta el punto de crear una subcultura en la que la comunidad aplaude las épicas pérdidas de sus usuarios (autocalificados como «autistas», «monos», o «degenerados»), en cientos de miles de dólares, que incluso los arruinan. La aplicación que utilizan principalmente es Robinhood (empresa fundada en 2013), que, en enero de 2015, el 80% de los clientes de la empresa pertenecían al grupo demográfico «millennial» y la edad promedio de los clientes era de 26 años, y que en 2020 tenía 13 millones de usuarios. El entorno que ofrece Robinhodd supone una ludicificación («gamification«) del comercio de derivados avanzados, ventas al descubierto y opciones de compra, es decir, jugar con nuestro dinero como si fuera cualquier otro juego de nuestro teléfono.
En un giro del relato, esta comunidad de idolatría capitalista se organiza para atacar a los fondos tradicionales de la Bolsa, denunciando la manipulación de los mercados de valores y con argumentos de «justicia social», siendo su ejemplo más llamativo el de Gamestop (una cadena de tiendas de videojuegos). El precio de los valores de Gamestop se elevaron de una semana a otra en un 960%, porque en el foro de WallStreetBets se puso de acuerdo un ejército de pequeños inversores, bajo la premisa YOLO (You Only Live Once), es decir, sólo se vive una vez. Este movimiento provocó unas pérdidas superiores a 6.000 millones de euros a los fondos (Citron y Melvin Capital) que habían apostado contra Gamestop desde comienzos de ese año 2021. No sólo eso, sino que la subida en Bolsa del valor habría forzado a los inversores con posiciones cortas a comprar en el mercado para abandonar su posición, lo que a su vez habría animado aún más a la acción. Robinhood se vio obligada a impedir a sus usuarios que pudieran comprar, pero no vender, acciones de Gamestop, entre quejas de los usuarios de «manipulación del mercado» para proteger a los fondos de inversión tradicionales. El caso de Gamestop no fue el único que presenció alzas imprevistas, porque algo parecido sucedió con el fabricante de coches eléctricos chino NIO, cuyos ADR subieron un 93% en un par de meses, o la firma de análisis de datos Palintir Technologies, que repuntó un 400% en menos de seis meses desde que saliera a bolsa en septiembre de 2021. En Europa, en enero de 2022, Nokia, un fabricante de móviles que vivió tiempos mejores, subió un 24% en la una semana, mientras que el fabricante alemán de baterías Varta cotizó en máximos de 1999 y subió un 14% en dos días.
Vemos, por tanto, que la supuesta «nueva» economía digital no deja de ser más que otro casino para el capitalismo rentista, que la generación millenial parece que ha adoptado sin cuestionárselo. La Comisión Europea lo ve como una oportunidad para la recuperación económica y está creando su propia hoja de ruta:
«El hecho de que un número mayor de consumidores invierta en los mercados de capitales, canalizando el capital hacia las empresas del sector privado, podría ayudar al proceso de recuperación económica tras la pandemia de COVID-19.»
La inversión en criptomonedas o monedas virtuales también se está alimentando en forma de burbuja financiera, como una nueva «fiebre del oro». El 1 de noviembre de 2008 se envía a una lista de correo sobre criptografía, un mensaje firmado con el pseudónimo Satoshi Nakamoto y titulado «Bitcoin P2P e-cash paper», en el que se describe «un nuevo sistema de efectivo electrónico» llamado Bitcoin «que es totalmente peer-to-peer y que no está basado en terceros de confianza». Por tanto, buscaba la creación de una moneda digital inquebrantable y un sistema de pago que no necesitase una entidad financiera central. Sin embargo, una de las normas que Nakamoto impuso antes de lanzar el bitcoin fue que la emisión de su moneda estuviera limitada a 21 millones de unidades, cifra que se calcula que se alcanzará en 2140. Eso lo diferencia de las divisas corrientes como el euro o el dólar, cuya emisión es ilimitada y depende de lo que decida el banco central.
La creación de bitcoins no es simple arte de magia, sino que requiere una amplia red descentralizada de miles ordenadores que compiten por descifrar en cada operación un complejo algoritmo matemático. Son los llamados mineros, personas con ordenadores muy potentes –llamados «equipos ASICS»– que se encargan de asegurar la capacidad de cómputo de la red. El primero en solucionar el algoritmo es el encargado de generar un nuevo bloque de información indisociable de todos los anteriores y, a cambio, recibe una compensación en bitcoins, que no siempre es la misma cantidad: al principio, cada minero ganaba 50 bitcoins por bloque, pero la cifra se divide a la mitad cada cuatro años. Ahora la recompensa está en 6,25 BTC.
El caso es que, al estar completamente desregulado, el bitcoin presenta una alta volatilidad: en abril de 2021, batió su primer récord histórico al situarse en 63.000 dólares; en junio, su precio se desplomó por debajo de los 30.000 dólares, y en octubre superó el récord y conquistó los 65.000 dólares.
El bitcoin no es la única criptomoneda, ya que al utilizar una tecnología abierta (blockchain), «cualquiera» puede crear otras criptomonedas, con otras características. Hoy en día existen cientos, entre las que destacan ethereum (que ha llegado a estar a 4.700 dólares en noviembre de 2021), binance coin, dogecoin o solana. El uso del bitcoin como medio de intercambio es todavía muy limitado, igual que las demás criptomonedas, pero se ha generado un mercado de especulación sobre su futuro (comprar a un precio, con la esperanza de venderlo a un precio mayor en el futuro), ya que el grado de aceptación futuro es una gran incógnita. La fuerte volatilidad de su cotización refleja, en buena medida, cambios en la percepción sobre dicho grado de aceptación. Así, por ejemplo, la cotización del bitcoin bajó significativamente tras los ataques sufridos por parte de hackers en algunas de las plataformas de intercambio de bitcoins y el cierre de MtGox, por el robo de entre 750.000 y 850.000 bitcoins. Por el lado contrario, un ejército de intermediarios para la inversión en criptomonedas, plagando de plublicidad las redes sociales (contando con celebridades como Matt Damon, LeBron James, Kim Kardashian, Reese Witherspoon, Gwyneth Paltrow o, en España, el futbolista Andrés Iniesta), venden las oportunidades de ganar enormes beneficios apostando sobre futuros en criptomonedas. Las enormes fluctuaciones de las criptomonedas dependen de que los bancos centrales de algunos países hagan algún comentario positivo sobre éstas (Ben Bernanke en EEUU), que las adopten como moneda de curso legal (El Salvador) o que las prohíban (China, Tailandia o Corea).
Como cualquier otra burbuja financiera, en mayo de 2022 tuvo su propio «cripto crash», simbolizado por el ecosistema Terra-LUNA, cuyos inversores vieron cómo sus activos digitales perdían de la noche a la mañana un 99% de su valor, pasando en apenas 24 horas de 80 dólares a menos de 10 centavos. Para hacerse una idea de la magnitud del batacazo, pongamos el caso estándar de una persona que hubiera invertido 40.000 dólares de sus ahorros en LUNA: en relativamente poco tiempo habría visto como su apuesta doblaba su valor hasta los 80.000 pero, si hubiera ido a comprobar su saldo el día 12, se habría encontrado con con cuatro dólares esperándole. Algunos tuiteros se lamentan: «He perdido más de 450.000 dólares, no puedo pagarle al banco. Perderé mi casa pronto y me convertiré en un sin techo. El suicidio es la única salida para mí».
El 12 de mayo de 2022 el mercado global de criptomonedas perdió 200.000 millones de dólares. Solo una semana antes de que el valor de LUNA se evaporara, otro token de la empresa de Do Kwon, TerraUSD, había perdido el 65% de su valor. Por supuesto, bitcoin y ethereum vieron arrastrado su valor a la baja.
El último invento especulativo y rentista de la «nueva» economía digital, basado en tecnología blockchain (igual que las criptomonedas), son los NFT (Non-Fungible Token, o token no fungible), pero con la diferencia de que si las criptomonedas son intercambiables unas por otras, los NFT son activos únicos que no se pueden modificar ni intercambiar por otro que tenga el mismo valor, ya que no hay dos NFT que sean equivalentes igual que no hay dos cuadros que lo sean. Un NFT aspira a ser como una gran obra de arte, como la Gioconda de Da Vinci: sólo hay una y está en una galería de arte concreta. Si la quieres, solo puedes comprar la original en el caso de que estuviera a la venta. También podrías hacerte con una copia, pero tendría otro valor, ya que no sería la original. Pues eso exactamente es lo que hace el NFT, pero de forma digital. De hecho, los NFT suelen estar adjuntos a algunas obras o ilustraciones digitales. Su precio, es realmente el que la gente le quiera dar, y su popularidad hace que nos encontemos gente que paga 260.000 euros por el dibujo de una roca adjunto a un NFT.
La mayoría de «tokens» o NFT suelen estar basados en los estándares de la red ethereum y de su cadena de bloques. Gracias a utilizar una tecnología conocida y popular, es sencillo operar con ellos para comprarlos y venderlos utilizando determinados monederos que también trabajan con ethereum. Sin embargo, estamos hablando de obras únicas, con su correspondiente certificado digital de autenticidad, por lo que no hay una compraventa activa como en las monedas digitales. El único motivo por el que la gente compra NFT es porque creen que su valor va aumentar con el tiempo, y luego podrán venderlo por más dinero. Podemos decir que el NFT es un activo digital diseñado y conceptuado para especular. El magnate Bill Gates ha llegado a reconocer que las criptomonedas y los NFT se basan en la esperanza de encontrar un «tonto mayor», pero que carecen de utilidad.
En tercer lugar, los gigantes tecnológicos operan a nivel mundial, con centros de datos en múltiples países del mundo, y la parte intangible, la propiedad intelectual, es fácilmente trasladable a paraísos fiscales, donde mantener bien protegidos los indecentes beneficios económicos obtenidos. Google, por ejemplo, ha sido sometido a investigaciones por fraude y evasión fiscal en Francia, Italia, España y Reino Unido. En Francia, argumentaba que quien realmente realiza la actividad de Google en territorio francés (consistente en comercializar anuncios y, en definitiva, en cobrar y poner en línea los ingresos publicitarios) no es Google France, sino Google Ireland Limited, con sede en Irlanda. Finalmente, Google aceptó pagar 1.000 millones de dólares para finalizar la investigación por fraude fiscal.
En cuarto lugar, la concentración o accesibilidad a grandes, ingentes, cantidades de datos también genera un oligopolio del conocimiento global. Los gigantes tecnológicos se basan en sistemas de extracción masiva de datos, su procesamiento y puesta en circulación. Al procesar los datos monopolizados, la inteligencia digital se convierte en una fuente de innovaciones continuas, y eventualmente también radicales, que proporcionan rentas informativas o basadas en datos. Pero está también el problema de vigilancia, la privacidad y la intimidad de las personas. Shoshana Zuboff los denomina La era del capitalismo de la vigilancia (Paidós). Si en el capitalismo industrial se explotaba al máximo la naturaleza y hoy vivimos una emergencia climática, el nuevo capitalismo de la vigilancia, creado por Google pero seguido por empresas digitales y no digitales, explota con afán la propia naturaleza humana para convertirla en predicciones sobre nuestra conducta que comercializar. La supuesta gratuidad de los servicios que ofrecen las plataformas tecnológicas no es tal, porque ahí el «precio» somos nosotros, o más exactamente, nuestros comportamientos y los datos que generan, amparados por el deseo de personalizar y adecuar los servicios ofrecidos a los usuarios de plataformas digitales. Como explica la profesora Zuboff :
«El capitalismo de la vigilancia reclama unilateralmente para sí la experiencia humana, entendiéndola como una materia prima gratuita que puede traducir en datos de comportamiento. Aunque algunos de dichos datos se utilizan para mejorar productos o servicios, el resto es considerado como un excedente conductual privativo («propiedad») de las propias empresas capitalistas de la vigilancia y se usa como insumo de procesos avanzados de producción conocidos como inteligencia de máquinas, con los que se fabrican productos predictivos que prevén lo que cualquiera de ustedes hará ahora, en breve y más adelante. Por último, estos productos predictivos son comprados y vendidos en un nuevo tipo de mercado de predicciones de comportamientos que yo denomino mercados de futuros conductuales. Los capitalistas de la vigilancia se han enriquecido inmensamente con esas operaciones comerciales, pues son muchas las empresas ansiosas por apostar sobre nuestro comportamiento futuro.«
Referencias