Las formas de organización previas a lo que actualmente denominaríamos un Estado, se basaban en monarquías aristocráticas, cuyos monarcas tenían un poder total. Sin embargo, a través de la historia pervivieron instituciones asamblearias, cuyas decisiones se imponían sobre la voluntad de monarcas y nobles. Así, por ejemplo, entre los pueblos celtas e íberos de Hispania existía el Concilium armatum que reunía a todos los jóvenes que iban a combatir, los cuales elegían sus jefes militares por aclamación asamblearia, pero que también tenían que aprobar cualquier acuerdo que pusiera fin a la guerra, y algunos de los jefes militares fueron ejecutados por traicionar la voluntad popular .
En la época vikinga estaban institucionalizadas las asambleas de hombres libres (denominadas thing) de un país, una provincia o a nivel local, funcionando como parlamentos y como tribunales, es decir, tomar decisiones políticas y resolver disputas . En Islandia el Althing, situado en Þingvellir, fue la asamblea establecida entre el año 930 hasta el año 1271, amplió su poder para asumir el poder legislativo y judicial a nivel nacional .
En el siglo VII y hasta la llegada normanda en el siglo XI, los anglosajones introdujeron en Inglaterra, donde no llegó a implantarse el Derecho romano, el witenagemot que era una asamblea de hombres sabios, herencia de las antiguas asambleas tribales germanas que después se convirtieron en consejos, donde se reunían las personas más importantes de la zona, entre las cuales se encontraban obispos, abades, nobles y consejeros del rey. El rey tenía un papel similar al del actual presidente. Por tanto, los witans eran una especie de control real, evitando la autocracia y siendo el gobierno en funciones entre la muerte de un rey y el nombramiento del siguiente, y que algunos autores situan como el primer antecedente del parlamentarismo británico .
En la Hispania romana y visigoda, existían algunas instituciones asamblearias, como los comitia tributa o comitia curiata en la época romana, y como el conventus rusticorum (las Etimologías de San Isidoro) y el conventus publicus vicinorum (Liber Iudiciorum) en la época visigoda .
En España, el Concejo Abierto era una institución asamblearia popular regida por la democracia directa, fue ampliamente utilizada en aldeas y pueblos rurales durante los siglos XVI, XVII y XVIII, y que ha llegado hasta la Constitución Española de 1978. Los Concejos no sólo versaban sobre cuestiones relativas al aprovechamiento de bienes comunes como bosques, pastos, etc., sino también, por ejemplo, la elección de «servidores públicos»: médico, cirujano, boticario, herrador, albéitar, maestro de escuela, etc. .
La tendencia de los últimos siglos, en cambio y a pesar de las diversas revoluciones que ha habido, ha sido transferir cada vez más poder soberano al Estado, configurado esencialmente como una esfera de racionalidad superior al mero individuo, a costa de la libertad, la igualdad y el auto-gobierno del pueblo, creando actualmente oligarquías partitocráticas y plutocráticas que anteponen la defensa a toda costa de ese orden socio-político, por encima de los derechos y libertades de cualquier colectivo y de la conservación de un entorno medioambiental habitable para el ser humano.
La razón de Estado, en definitiva, parte de una concepción del ser humano como un individuo degenerado, carente de cualquier honorabilidad, y que, en consecuencia, debe ser reprimido y disciplinado por el Estado para que se comporte de forma ética y ordenada; y, por otro lado, los individuos que asumen funciones estatales (los políticos) deben descubrir los “intereses objetivos del Estado” y someterse a la pura racionalidad, evitando sus afectos, inclinaciones y repugnancias personales “para entregarse plenamente al cometido objetivo del bien del Estado”, configurandose así la denominada «razón de Estado», a menudo disfrazada de «bien común», «voluntad general» o «interés nacional», justificando y causando importantes y generalizados abusos y atrocidades de todo tipo.
Antiguo Régimen y Absolutismo.
Las monarquías de Europa Occidental entre finales de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna pueden calificarse de monarquías autoritarias, como la de Luis XI en Francia, Maximiliano I en Austria, los Reyes Católicos en España, Enrique VIII en Inglaterra o María I en Escocia. Valois, Tudor, Habsburgo y Stuart fueron las dinastías que, en un juego de enfrentamientos y alianzas entre ellas, dominaron el panorama internacional; hacia dentro de sus territorios asentaron su poder en un ejército permanente, una burocracia y una Hacienda cada vez más desarrolladas, que les hacían inalcanzables para la nobleza, que empezará a ser atraída a su servicio como nobleza cortesana.
Durante el siglo XVI surgió la teoría de que el soberano solo respondía por sus actos ante Dios y, por consiguiente, era su representante en la Tierra. En los Estados absolutistas del Antiguo Régimen, basados en la monarquía, la soberanía corresponde al Estado y el Estado queda identificado con el monarca, pues del monarca emanaban todos los poderes (legislativo, administrativo y judicial); de ahí la frase atribuida a Luis XIV, «El Estado soy yo». Por tanto, el poder del monarca no tiene límite prácticamente, salvo las imposibilidades militares o económicas, y las que ordene ley divina y la moral religiosa, pues siempre han estado muy vinculados el poder político y el poder religioso. El soberano del Estado tiene con respecto a sus súbditos solamente derechos y ningún deber (coactivo); el soberano no puede ser sometido a juicio por la violación de una ley que él mismo haya elaborado, ya que está desligado del respeto a la ley popular, siguiendo la máxima del Derecho romano princeps legibus solutus est (‘el príncipe no está sujeto por la ley’), original de Ulpiano, que aparece en el Digesto.
En el contexto del Renacimiento (siglos XV y XVI), incluso se da una vuelta de tuerca a las limitaciones éticas, morales o del derecho natural, pues surge el concepto de razón de Estado que se refiere a las medidas excepcionales que ejerce un gobernante con el objetivo de conservar o incrementar la salud y fuerza de un Estado, bajo el supuesto de que la supervivencia de dicho Estado es un valor superior a cualesquiera otros derechos individuales o colectivos. En los Estados absolutistas, como hemos dicho, la teoría política que sustenta la legitimidad del Estado es la propia soberanía estatal que se gobierna siguiendo los mandatos únicamente de lo que sea necesario políticamente, como expuso claramente Maquiavelo en El Príncipe (1513, pero publicado póstumamente en 1532): «Un príncipe que quiera mantenerse debe aprender a no ser siempre bueno, y a usar del bien o del mal según la necesidad» (cap. XV). En resumen, la virtud del príncipe estará en hacer el bien si es posible y el mal cuando sea necesario. Por tanto, ya se asume la superioridad moral y política del ente estatal sobre cualquier interés o derecho de cualquier individuo o colectividad, interna o externa, y que justifica, por la razón de Estado, la vulneración por la ley o por la fuerza de esos intereses o derechos en aras de la supervivencia del Estado. En este sentido, Francesco Guicciardini, en su obra Dialogo del reggimento di Firenze (1520), usa por primera vez la expresión “ragione degli stati”, que implica la derogación de las leyes morales y civiles para salvar el Estado, sin legitimidad alguna, basándose sólo en la fuerza o en el dinero.
La razón de Estado es un instrumento de tiranía, esencialmente anti-democrático, que da al gobernante la legitimidad para actuar con una total autonomía, sin ningún límite y control exterior al ejercicio de su poder, lo que inevitablemente le llevará a dar rienda suelta a sus pasiones y a confundir la utilidad pública con la privada. Así, cualquier amenaza o riesgo existencial al Estado, que es lo mismo que decir al monarca, desde una desobediencia, revuelta, o traición, hasta una invasión o cualquier intento de secesión, serán sofocadas sin misericordia, y sus participantes ajusticiados o masacrados por los poderes del Estado, pues se atentaría contra el valor superior del orden social: el Estado. Cuando Carlos I de España (siglo XVI) visitó a Juana su madre en un monasterio donde la tenían recluida por su locura, ella creyó que el hijo venía a liberarla y reivindicarla y, con voz doliente, su madre le narró: “Hijo me dicen que estoy loca porque no admito la corrupción que hay en la corte; porque los falsarios desprecian al pueblo que me apoya; porque deseaba gobernar con justicia y administrar con prudencia los bienes del Estado…” y así continuó su plegaria, hasta que el hijo, levantándose de la silla, solo le dijo como despedida: “madre, tu locura es razón de Estado”.
Paralelamente a la construcción doctrinal de la razón de Estado, se sentaron las bases del Absolutismo por autores como Bodino que, en Los seis libros de la República (1576), define la soberanía como un poder independiente, no derivado de nadie, autónomo y no sometido a leyes.
El otro gran ideológo de la razón de Estado fue Giovanni Botero cuya obra más reconocida son los diez volúmenes que integran De la razón de Estado (Della ragion di Stato, Venecia, 1589). Botero considera al Estado como un dominio absoluto y estable sobre los pueblos, por lo que, desde su perspectiva, la razón de Estado no es otra cosa que el conjunto de los métodos e instrumentos necesarios y oportunos para conservar y mantener esa dominación. Aunque la noción de razón de Estado es una herencia de Maquiavelo, la diferencia principal con su pensamiento consiste en la importancia que Giovanni Botero le asigna a la moral y a la religión como instrumentos de gobierno. Botero enfatiza el uso desprejuiciado de la razón de Estado por parte del gobernante, a través del ejercicio de las virtudes como la moderación, la justicia y la consideración de la religión, por lo que el Estado debe ser un Estado confesional que despliegue una lucha firme contra las herejías “que solo traen desidia entre los súbditos”.
En los siglos XVI y XVII las distintas monarquías europeas entraron en guerras de religión, debido a la reforma protestante. La libertad protestante defendida por Lutero disolvía el Estado en el individuo. Las confesiones protestantes posteriores pusieron los pilares del individualismo social. Estas guerras finalizaron mediante la denominada Paz de Westfalia (1648), de la que surgió un nuevo orden mundial, basado en Estados-nación, y se articuló el nuevo concepto de soberanía nacional. El primer acontecimiento político que inaugura la nueva concepción filosófico-política fue la «Revolución inglesa», que finalmente se quedó en una simple restauración monárquica. El Parlamento inglés fue adquiriendo más poder, por ejemplo a la hora de aprobar impuestos el monarca necesitaba la aprobación parlamentaria. La reforma protestante también tuvo su influencia, al ponerse en cuestión el derecho divino de los reyes. Las disputas entre quienes defendían al Parlamento y quienes defendían al monarca provocaron la guerra civil entre 1642 y 1646. La guerra civil resultó con la victoria de los que apoyaban al Parlamento y se aprobaron leyes que limitaban el absolutismo real y, por ejemplo, se prohibió la posibilidad de que el monarca pudiera disolver el Parlamento. Posteriormente hubo una segunda guerra civil, el protectorado de Cromwell, y, tras la muerte de éste, el Parlamento reinstauró la monarquía (1660).
Revolución inglesa
Los conflictos entre católicos y protestantes, así como entre el derecho divino de la Corona y los derechos políticos del Parlamento, condujo a la Revolución de 1688. En 1689, el Parlamento aprobó la Declaración de Derechos (Bill of Rights) que recuerda las obligaciones y los deberes respectivos del Rey y el Parlamento, consagrando unas bases de la monarquía constitucional, como son entre otras que:
- El Rey no puede crear o eliminar leyes sin la aprobación del Parlamento.
- El Rey no puede cobrar o aprobar impuestos sin la aprobación del Parlamento.
- Es ilegal reclutar y mantener un ejército en tiempos de paz, sin aprobación del Parlamento.
- Las elecciones de los miembros del Parlamento deben ser libres.
- La libertad de palabra, discusión y los actos parlamentarios no pueden juzgarse en tribunal alguno, salvo el parlamentario.
- El Parlamento debe reunirse con frecuencia.
John Locke, con sus Dos tratados sobre el gobierno civil (1689), da a la experiencia inglesa una repercusión que sacudirá a Europa y América en el siglo siguiente. El primer tratado es una refutación del derecho divino de los reyes, y el segundo introduce una teoría de la sociedad política o civil basada en los derechos naturales y en el contrato social, defendiendo la sumisión del poder real al parlamento elegido por el pueblo (soberanía nacional) y la división de poderes.
No se debe exagerar el «liberalismo» alcanzado tras la revolución de 1688, ya que el resultado fue una monarquía hereditaria, un control parlamentario representativo del pueblo, pero que sigue controlado por la alianza agraria capitalista que había eliminado los bloqueos del feudalismo y una clase de empresarios mercantiles orientada a los grandes negocios del comercio exterior, la expansión colonial y la financiación de la guerra. El dominio de Inglaterra como potencia se basó, precisamente en cuatro aspectos clave: a) a partir de la mitad del siglo XVII, puso la agricultura al servicio de estrategias comerciales y capitalistas, incluyendo brutales «cierres de tierras» (enclosures); b) a partir del XVIII, en el desarrollo comercial, marinero y financiero; c) a partir de 1780, en el desarrollo industrial; y d) al triunfar en el reparto colonial, ya facilitado por el desarrollo comercial, marinero y financiero, pero sólo consolidado después de su victoria militar sobre Francia .
La consolidación de la Ilustración se produjo con la época del despotismo ilustrado (confluencia entre absolutismo e ilustración): «todo para el pueblo, pero sin el pueblo». El despotismo ilustrado no esconde el autoritarismo, que a menudo puede ser tiránico, si bien ahora aplicado desde una perspectiva conscientemente modernizadora, expansiva y desarrolladora del país desde las necesidades e iniciativa del Estado, como un incipiente estadio de desarrollo de la «biopolítica» ejercida por los estados modernos. En esta época el Estado comienza a preocuparse por la salud pública (alcantarillado, salubridad, alumbrado), las comunicaciones (carreteras, puertos, canales, diligencias y correos), creando una policía que garantice el orden civil, estableciendo las modernas prisiones, escuelas y hospicios, o fomentando la industriosidad y alfabetización popular (leyes de pobres) .
En definitiva, la etapa del despotismo ilustrado amplió el poder del Estado absolutista para disciplinar y controlar múltiples aspectos de la vida de los súbditos, pero «obligados» a utilizarlo de forma racional y eficaz para no quedar retrasados a nivel económico, cultural o educativo, lo cual les aproximaría al pueblo. Vemos, por tanto, que la «razón de Estado» era un rasgo común tanto del mercantilismo como del cameralismo, el despotismo ilustrado y la fisiocracia .
La construcción de un Estado racionalizado y hobessiano del despotismo ilustrado, en una época en la que la legitimidad divina del rey fue perdiéndose progresivamente, se identificaría con lo que Weber denominó como una autoridad «legal-racional», basada en el formalismo legal, la organización burocrática, reglas impersonales y monocrática, tendentes a mayor control y centralización del poder. Así, se establecieron cuerpos de funcionarios de la administración del Estado, se uniformizaron leyes y costumbres (Código Prusiano de 1794), se impone un idioma del Estado (por ejemplo, José II impone el alemán al Imperio austríaco) y se desarrollan las escuelas y universidades al servicio del Estado. También se elimina el parlamentarismo francés y las instituciones intermedias: Federico II suprime la Dieta prusiana, Maria Teresa lo comienza a hacer y lo culmina José II, lo mismo hace Caterina de Rusia y Carlos III. Paralelamente se crean los grandes ejércitos «nacionales»: en 1780 el de Prusia llegará a los 200.000 hombres. Por supuesto, toda esta nueva organización requiere más ingresos fiscales: de aduanas, de impuestos indirectos, de monopolios y de las colonias.
Esta autoridad crecientemente legal y racional, favoreció la racionalidad instrumental y calculadora en detrimento de la racionalidad sustantiva o de valores, porque toda esta modernización se quiso hacer sin un suficiente compromiso de las élites territoriales y el pueblo, y sobre todo sin tener en cuenta las complejas necesidades sociales. A pesar de que se decía que había un positivo interés «para el pueblo», realmente era para una mayor potencia del Estado («razón de Estado»), con lo que se hizo demasiado «sin el pueblo» y sin conocer las complejas dinámicas sociales.
La democracia y los conceptos de soberanía popular, voluntad general y auto-gobierno estaban casi completamente ausentes en los debates cortesanos, ya que, si bien la modernización y racionalización hizo grandes avances, en cambio, se bloqueaba totalmente cuando la monarquia y sus cortesanos intuían que podían perder parte de su dominio si continuaba la modernización.
La Ilustración, el despotismo ilustrado y lo que posteriormente vino a denominarse como liberalismo, realmente sólo estaban preocupados por regular legislativamente el poder el Estado, del monarca, principalmente para garantizarse la libertad económica (dejar hacer, dejar pasar: laissez faire, laissez paser). Así, por ejemplo, para Locke la protección de la «propiedad» (vida, libertad y posesiones) es el fin de la sociedad política y, al mismo tiempo, como límite del alcance y funciones del poder político. Pero también como instrumento clave para la regulación de las relaciones propias de una sociedad basada en el capitalismo agrario y en unas relaciones socio-económicas crecientemente mercantiles a las que se pretendía liberar de la intervención «no protectora» del Estado .
Locke parte de una justificación del derecho «natural» a la apropiación privada de las cosas a partir del trabajo para, en un segundo momento e indirectamente, eliminar los límites a tal derecho de apropiación y justificar por tal vía un derecho ilimitado a la apropiación privada. La asombrosa hazaña de Locke, dice Mcpherson, consistió en fundamentar el derecho de propiedad en el derecho natural y en la ley natural, para luego eliminar todos los límites del derecho natural para la propiedad privada .
Locke concibe el derecho de propiedad como un título estrictamente individual y exclusivo sobre las cosas, esto es, como un derecho que otorga un «exclusivo dominio privado» sobre las posesiones de cada cual. Tal título, por una parte, confiere al apropiador el derecho a excluir a otros del uso y/o disfrute de aquello que se ha apropiado y, por otra, exime al poseedor de casi toda obligación social que pudiera derivarse del mismo acto de apropiación. No hay que olvidar que la teoría de la propiedad de Locke no sólo da una base moral a la apropiación burguesa y a la sociedad capitalista, sino que también minó aquella concepción tradicional según la cual la propiedad y el trabajo eran funciones sociales, y la propiedad implicaba obligaciones sociales. Y todo ello sin que la apropiación privada de las cosas que son originariamente comunes dependa de «un acuerdo expreso entre los miembros de la comunidad». De esta forma, y tras la ya señalada
eliminación de los límites a la apropiación privada de las cosas comunes y especialmente por medio del artificio del dinero, el derecho ilimitado a la propiedad privada se transforma no sólo en una nueva forma de propiedad privada, sino que también se constituye en una forma de relación social que, por un lado, avala la acumulación de posesiones o riquezas, al tiempo que justifica las profundas desigualdades sociales generadas por tal proceso de acumulación y, por otro, permite y en realidad exige la libertad e iniciativa individual, la separación entre economía y política, la supremacía de la economía y las relaciones de mercado sobre la política y el Estado, la intervención fundamentalmente «protectora» de éste sobre aquella y la consiguiente limitación del alcance y los fines del gobierno. Se constituye, en síntesis, en el fundamento real de las relaciones sociales capitalistas y en un severo límite a los fines y el alcance del poder y las instituciones políticas .
Además, para Locke, una vez constituida la sociedad política, no todos tienen derecho a elegir a aquellos que han de ejercer el poder político o a ser elegidos para ejercerlo. Los carentes de hacienda y propiedad (mendigos, sirvientes, desempleados, trabajadores) no parecen ser considerados por Locke como ciudadanos o miembros de pleno de derecho de la sociedad política ya constituida. Es esta ambigüedad y doble uso del concepto de propiedad lo que, según Macpherson, «permite a Locke considerar a todos los hombres como miembros al objeto de ser gobernados y solamente a los hombres con hacienda como miembros al objeto de gobernar. El derecho a gobernar (más exactamente el derecho a controlar al gobierno) sólo se concede a los hombres con hacienda: son ellos quienes tienen el voto decisivo en la cuestión de los impuestos, sin los cuáles ningún gobierno puede subsistir». A tales restricciones habría que añadir no sólo la consabida exclusión de las mujeres, esclavos e indígenas, sino que también cabe presumir que, dados los límites lockeanos al principio de tolerancia, los ateos, católicos, protestantes milenaristas o los musulmanes podrían estar igualmente excluidos (al menos en cuanto a su expresión público-política se refiere) de tales derechos en tanto que posibles portadores de opiniones y/o acciones públicas que son «contrarias a la sociedad humana o a las reglas morales que son necesarias para la preservación de la sociedad civil», esto es, en tanto defensores de opiniones «destructivas para la sociedad» y perturbadoras de la seguridad del Estado. Tales son pues las restrictivas bases sobre las que realmente se sustenta la igualdad política y toda forma de gobierno en Locke, el cual no se puede decir que fuera un creyente en la igualdad, ya sea social o política .
No obstante, Locke no defiende la forma despótica de gobierno, pues es incompatible con los derechos naturales individuales y con el fundamento que el consentimiento de cada uno da a la constitución de la sociedad política. En su concepto de «democracia perfecta», el poder supremo, que es el legislativo para Locke, lo asigna el pueblo al Estado, entendiendo que son igualmente aplicables todas las restricciones y limitaciones a la soberanía popular que acabamos de ver en cuanto al Estado protector de la propiedad. Por otro lado, Locke (pese a que sostiene que nadie puede ser colocado bajo un poder político sin su consentimiento) no cree necesario que cada cual -y en conjunción con los demás- haya de dar su expreso y efectivo consentimiento para la constitución de la sociedad política. A su juicio basta a este respecto con el «consentimiento tácito» que todo hombre expresa desde el momento en que «tiene posesiones o disfruta de alguna parte de los dominios de un gobierno» o, en suma, por «el mero hecho de estar dentro de los territorios de ese gobierno» .
En definitiva, las consideraciones lockeanas sobre la forma de gobierno en esa «democracia perfecta» apuntan hacia la justificación de alguna forma de «gobierno representativo» y «moderado». Ahora bien, para Locke este tipo de gobierno podría articularse de diversos modos y, particularmente, mediante cierta combinación de las tres formas «puras» de gobierno. De hecho, es a una peculiar suerte de «gobierno mixto» a la que Locke ofrece su apoyo y al que concibe al modo de una «monarquía moderada». De hecho sostiene en tal
sentido, que «no puede haber constitución más sabia» que aquella en la que «por ley, la persona del príncipe es sagrada… y está libre de toda cuestión o violencia», es decir, que defiende el principio de irresponsabilidad judicial del monarca. La concepción de Locke sobre la democracia se resume en otro pasaje en el que alerta de «los peligros de la democracia», esto es, tanto la anarquía y conflictividad social, cuanto las pretensiones del pueblo de determinar la forma política del Estado y/o ocuparse de los asuntos de gobierno .
La teoría y las bases de la democracia aún no estaban desarrolladas, porque la democracia (en sentido mínimo) se refiere más a la forma en que se reparte o se distribuye el poder, al ejercicio del gobierno; a la capacidad del pueblo para intervenir en las decisiones tomadas en la sociedad, según procedimientos operacionales inspirados en los principios de la soberanía popular, la igualdad política de participación y, principalmente, la prevalencia de la regla de la mayoría dentro de los sistemas electorales. Y los miedos de Locke en cuanto a la democracia han perdurado incluso en los Padres Fundadores de los EEUU.
Revolución norteamericana
El motín del té en 1773 se ha reconocido históricamente como el desencadenante de la guerra de independencia de las colonias norteamericanas con respecto al imperio británico. En 1974 el gobierno británico, como represalia, cerró el puerto de Boston y aprobó diversas leyes que fueron etiquetadas como «intolerables» por las élites whig norteamericanas. Entre los principales postulados de la ideología whig se encontraba la defensa de una división de poderes dentro de un gobierno electo por propietarios, la igualdad ante la ley y la libertad para comerciar sin restricciones estatales. Para las élites americanas del siglo XVIII, esta ideología simbolizó el derecho a oponerse a la “arbitrariedad” de las regulaciones imperiales, de ahí que el término whig pasó a ser sinónimo de “patriota”.
En un principio, las elites coloniales whig consiguieron encauzar la expresión popular anti-imperialista hacia formas de participación que no ponían en riesgo su rol como líderes del proceso revolucionario. Pero a medida que la crisis llegaba a su punto álgido, las clases trabajadoras comenzaron a profundizar una consciencia de intereses, no siempre a tono con los de los whig. En un sinnúmero de
ocasiones esto trajo como resultado que dichos sectores terminaran poniéndose a la cabeza de la lucha revolucionaria y empujando a las élites coloniales hacia propuestas y formas de lucha mucho más radicales que las que éstas consideraban aconsejables, como cuando, en septiembre de 1774, granjeros y artesanos del condado de Worcester se autoconvocaron para crear una “convención” que expulsó a los jueces nombrados por la Corona y asumió las tareas legislativas del condado .
La independencia de los EEUU respecto de la metrópoli británica, implicó amplios debates sobre la forma que debía adquirir el nuevo gobierno republicano, y uno de los debates era el de si la democracia era el mejor sistema a seguir. La revolución norteamericana no se trató simplemente de una lucha por parte de las colonias norteamericanas para librarse del imperio británico, sino que también incluyó una disputa interna entre sus protagonistas sobre quién debía gobernar y cómo debía gobernarse una vez que la independencia fuese alcanzada.
Quienes retenían el poder político y económico en las colonias observaron este proceso de progresiva toma de conciencia de las clases populares, encabezados por los artesanos, con creciente inquietud. Un ejemplo de ello es el testimonio del joven conservador Gouverneur Morris, miembro de una de las familias de mayor status en Nueva York y uno de los futuros redactores de la Constitución:
La muchedumbre comienza a pensar y razonar. ¡Pobres reptiles! Para ellos esta es una mañana primaveral, están luchando por abandonar los pantanos invernales, disfrutan del sol, y para cuando llegue el atardecer morderán, podemos estar seguros de ello. La gentry comienza a temerles… Puedo verlo, puedo verlo con miedo y temblor, que si la disputa con Gran Bretaña continúa, estaremos bajo el peor de todos los posibles dominios; estaremos bajo el dominio de una revoltosa multitud.
Pero la “muchedumbre” no solo fue un motivo de preocupación para los whigs conservadores. También lo fue para los más populares, porque si bien pertenecer a los estratos “medios” de la sociedad colonial les facilitaba sociabilizar con las clases trabajadoras y captar su apoyo para participar en los actos de resistencia a Gran Bretaña, al mismo tiempo les impuso la tarea de contener la presión que ejercían
los trabajadores desde abajo. Estos grupos fueron radicales en su retórica y en su actuar, sólo cuando se trató de organizar alguna medida contra las políticas del Parlamento. El resto del tiempo lucharon por controlar y desestimar los reclamos populares. A partir de 1774, esto se tornó cada vez más difícil, ya que su rol como dirigentes comenzó a ser disputado por artesanos y demás mecánicos (trabajadores manuales) que ahora poseían organizaciones autónomas a través de las cuales plantear sus reclamos y organizar actos de resistencia.
Las batallas de Lexington y Concord de abril de 1775 fueron un punto de inflexión para las clases trabajadoras, que entonces concibieron que el único desenlace viable para el conflicto (que ya llevaba una década de duración) era la independencia. Para que esto fuese formulado de manera explícita hubo que esperar a 1776 pero, en el interín, “autoridades duales” surgieron en varias jurisdicciones, es decir, organizaciones de granjeros y artesanos que se negaron a reconocer la autoridad británica e impidieron a los funcionarios reales el ejercicio de sus tareas legislativas y administrativas. En algunas zonas, como en el condado de Worcester, su asamblea inclusive emitió una declaración que absolvía a sus miembros de acatar toda ley emitida por la Corona y proclamó que a partir de ese momento “todos los oficiales serían dependientes del sufragio del pueblo”. Así, la independencia fue “un hecho” para la vida de la gente común antes de que la Declaración de Independencia fuese redactada .
Terratenientes y grandes comerciantes, por el contrario, procedieron con mayor cautela. Aproximadamente desde mediados del siglo XVII, estos grupos fueron los directos beneficiarios de un lento pero ininterrumpido proceso de concentración de la riqueza en las colonias. Para finales de la década de 1760, sin embargo, este proceso fue puesto en jaque por las necesidades de un imperio en vísperas de su revolución industrial. La independencia, las élites consideraban, bien podía librarlas de las restricciones de la Corona y despejar el camino para consolidarlas como clase económica y políticamente dominante.
En este contexto, en los primeros meses de 1776, en los que se debatía si no quedaba otra alternativa que declarar la independencia, Thomas Paine decidió publicar el opúsculo Sentido Común (Common Sense, enero de 1776), donde daba razones para apoyar la independencia y proponía un nuevo sistema de gobierno para la nueva república. El panfleto fue bastante leído por todo el país, ya que, además de estar redactado en un lenguaje sencillo y directo, Paine encauzó y legitimó la lucha de las clases populares dentro de un fin que era plausible, concreto y que, en tanto trascendía intereses individuales, podía ser compartido por amplios sectores populares. Sin embargo, había un problema importante con el cuáquero Paine, y es que abogaba por un sufragio igualitario, sin basarse en la propiedad:
«De cualquier modo que se considere, es peligroso e impolítico, muchas veces ridículo, y siempre injusto, fundar en la riqueza el derecho de votar. Si la suma o cantidad de bienes de los sujetos en quienes deba recaer el derecho es considerable, será excluir la mayoría del pueblo, y unirla en un interés común contra el gobierno y contra aquellos que lo sostienen; y como quiera que el poder está siempre en la mayoría, esta puede muy bien destruir un gobierno semejante, y sus apoyos en el momento que quiera. (…) La protección de la persona de un hombre es más sagrada que la protección de los bienes de fortuna; y además de esto la facultad de hacer cualquier trabajo o servicio, por
medio del cual adquiera el alimento o mantenga su familia, entra en la naturaleza de propiedad: esta facultad es una propiedad para él; la ha adquirido, y es el objeto de su protección tanto como pueden ser para los otros sus bienes adquiridos por cualquier medio.»
Paine propuso un sistema de gobierno republicano inspirado en las ideas de Jean-Jacques Rousseau, pero estructurada con representantes electos en una gran Asamblea Nacional. La mayoría de los Padres Fundadores, élites coloniales whig, quedaron aterrorizados por las ideas radicales de Paine y temían que se expandieran llevando el caos a la causa de los patriotas.
Por ello, las élites coloniales pidieron a un hombre de la reputación intelectual de John Adams que escribiera una contestación a los escritos de un simple artesano como Paine. Adams publicó, en abril de 1776, sus Pensamientos sobre la forma de gobierno, destacando que la forma de gobierno que proponía estaba destinada a fomentar una república de caballeros virtuosos y, por eso, rechazaba el asamblearismo unicameralista de Paine, que derivaba en una tiranía de la mayoría, demagogia, corrupción y afán por la destrucción. También consideraba que las asambleas populares eran inútiles para asumir el papel del poder ejecutivo, y muy desconocedoras de las leyes como para controlar el poder judicial.
Al igual que en el caso de Paine con las clases trabajadoras, los planteamientos esbozados por Adams no eran ajenos a las elites coloniales. Ni tampoco a aquellas que gobernaban en Inglaterra. Su corte constitucionalista y las propuestas que, si bien no dejaban de ser republicanas, mantenían un marcado tinte conservador, pueden remitirse a la respuesta conservadora a la revolución inglesa de 1640. Los borradores de Thomas Jefferson para una constitución para Virginia siguen lineamientos parecidos, lo cual sugiere que este modelo de gobierno estaba asentándose en el imaginario de las clases altas coloniales tanto del Norte como del Sur. No es casualidad, por lo
tanto, que Pensamiento sobre las formas de gobierno sirviera de base a la hora de redactar las constituciones federales de casi todos los estados, salvo Pensilvania, Georgia y Vermont.
Tras la Declaración de Independencia en julio de 1776, se aprobaron, el 15 de noviembre de 1977, los Artículos de la Confederación que iban a regir la unión de las Trece Colonias británicas norteamericanas, hasta que se dotaran definitivamente de una Constitución. Este primer documento fundacional, aprobado cuando todavía estaban en guerra contra Gran Bretaña, buscaba que el gobierno federal no fuera muy poderoso, a fin de que los Estados no perdieran la recién conquistada independencia, lo cual supuso un fracaso para construir un gobierno efectivo en tiempos de guerra. La Confederación estuvo continuamente divida por riñas y peleas entre Estados o localidades, sin ningún árbitro nacional que pudiera mediar adecuadamente y con autoridad entre ellos, o que pudiera posicionarse a favor de un bien común. La cuestión democrática estaba totalmente ausente en los Artículos de la Confederación, en la que los derechos, libertades y las (pocas) obligaciones eran atribuidas a los Estados de la unión.
La Declaración de Independencia y la Constitución de los EEUU afirmaban que «todos los hombres eran creados iguales», pero dicha igualdad era más formal que real, pues ni los esclavos, ni las mujeres, ni los indios nativos tenían derechos políticos en la nueva república. En el artículo cuatro, cuarta sección, de la Constitución estadounidense se dicta lo siguiente: «Los Estados Unidos garantizarán a todo Estado comprendido en esta Unión una forma republicana de gobierno (…)». Pero ¿democracia y república son sinónimos? La historia nos ha demostrado que la república no tenía ningún tipo de intención en entrometer al pueblo en la legislación o en el gobierno de un determinado Estado. En El Federalista (nº X), James Madison escribe claramente:
Una República, o sea, un gobierno en que tiene efecto el sistema de la representación, ofrece distintas perspectivas y promete el remedio que buscamos. Examinemos en qué puntos se distingue de la democracia pura y entonces comprenderemos tanto la índole del remedio cuanto la eficacia que ha de derivar de la Unión. Las dos grandes diferencias entre una democracia y una República son: primera, que en la segunda se delega la facultad de gobierno en un pequeño número de ciudadanos, elegidos por el resto; segunda, que la República puede comprender un número más grande de ciudadanos y una mayor extensión de territorio. El efecto de la primera diferencia consiste, por una parte, en que afina y amplía la opinión pública, pasándola por el tamiz de un grupo escogido de ciudadanos, cuya prudencia puede discernir mejor el verdadero interés de su país, y cuyo patriotismo y amor a la justicia no estará dispuesto a sacrificarlo ante consideraciones parciales o de orden temporal. Con este sistema, es muy posible que la voz pública, expresada por los representantes del pueblo, esté más en consonancia con el bien público que si la expresara el pueblo mismo, convocado con ese fin. Por otra parte, el efecto puede ser el inverso. Hombres de natural revoltoso, con prejuicios locales o designios siniestros, pueden empezar por obtener los votos del pueblo por medio de intrigas, de la corrupción o por otros medios, para traicionar después sus intereses.
En otro discurso, en 1821, Madison afirmó:
«El derecho de sufragio es un artículo fundamental en las constituciones republicanas. La regulación de éste es, al mismo tiempo, una tarea de peculiar delicadeza. Permite el derecho [a votar] exclusivamente a propietarios, y los derechos de las personas pueden ser oprimidos (…). Extiéndelo igualmente a todos, y los derechos de los propietarios (…) pueden ser anulados por una mayoría sin propiedades (…)».
Alexander Hamilton, otro de los Padres Fundadores, escribió en una carta a John Jay (noviembre de 1775): «In times of such commotion as the present while the passions of men are worked up to an uncommon pitch there is great danger of fatal extremes. The same state of the passions which fits the multitude, who have not a sufficient stock of reason and knowledge to guide them, for opposition to tyranny and oppression, very naturally leads them to a contempt and disregard of all authority. The due medium is hardly to be found among the more intelligent, it is almost impossible among the unthinking populace» .
En otro conjunto de artículos escritos por Hamilton a partir de 1781, bajo el título The Continentalist, en el número I, podemos leer: «In comparison of our governments with those of the ancient republics [en referencia a la democracia de la antigua Grecia], we must, without hesitation, give the preference to our own; because, every power with us is exercised by representation, not in tumultuary assemblies of the collective body of the people, where the art or impudence of the ORATOR or TRIBUNE, rather than the utility or justice of the measure could seldom fail to govern«.
El concepto que tenían del pueblo, como un conglomerado de sujetos pasionales, guiados por las emociones y las pasiones, hacía que los ideólogos fundadores de los EEUU estuvieran de acuerdo en una «democracia» elitista de representantes («ciudadanos escogidos» y «más inteligentes»), que se guiarán por la razón, la justicia y el patriotismo. Por tanto, los Padres Fundadores de los EEUU temían a la democracia y precisamente el sistema de representación no era una forma de implantar, sino de evitar o, por lo menos, de sortear parcialmente la democracia. Esto no debe extrañarnos si tenemos en cuenta que de los cincuenta y cinco hombres que se reunieron en Filadelfia en 1787 para redactar la Constitución, la mayoría eran ricos en cuanto a tierra, esclavos, fábricas y comercio marítimo, la mitad de ellos había prestado dinero a cambio de intereses y cuarenta de los cincuenta y cinco tenían bonos del gobierno. En 1787, no sólo existía la necesidad positiva de un gobierno central fuerte para proteger los considerables intereses económicos existentes, sino un miedo inmediato a la rebelión a cargo de los agricultores descontentos, como demostró la rebelión ocurrida al oeste de Massachussets, en el verano de 1786, denominada la “Rebelión de Shays”.
La postura de los elitistas implica siempre que las minorías “privilegiadas” son las que gobiernan a las mayorías desorganizadas, pero no lo pueden hacer por la fuerza y de modo autocrático, sino con su «consentimiento», pues los “no representados” o los escasamente incluidos (la mayoría) son necesarios para que la minoría permanezca en el gobierno. En la revolución norteamericana, resultó indispensable la
participación de los colonos de “clase media”, que fueron cooptados por los sectores mejor posicionados, para lograr la independencia. La Constitución ilustra la complejidad del sistema americano: sirve a los intereses de una elite rica, pero también deja medianamente satisfechos a los pequeños terratenientes, a los trabajadores y agricultores de salario medio, y así se construye un apoyo de amplia base. La gente con cierta posición que conformaba esta base de apoyo eran un freno contra los negros, los indios y los blancos muy pobres. Permitían que la elite mantuviera el control con un mínimo de coerción, un máximo de fuerza legal y un barnizado general de patriotismo y humanidad . La idea de los Padres Fundadores era “crear un cuerpo de ciudadanos inclusivos pero pasivo, con una perspectiva limitada de sus facultades políticas” .
Cuando la Constitución fue ratificada, solo los propietarios varones blancos podían ejercer el derecho al voto. Este porcentaje de población se ha estimado en torno a un 10-16% de la población estadounidense a finales del siglo XVIII. Si consideramos que la población norteamericana rondaba los 4.000.000 de habitantes en 1790 y que el número de mujeres y hombres era más o menos equilibrado, podemos establecer que aproximadamente podían votar entre 200.000 y 320.000 hombres repartidos entre las Trece Colonias.
Los Padres Fundadores fueron capaces de crear un sistema que, aunque inicialmente estaba al servicio de los hombres blancos de clase alta como ellos, finalmente, aunque muy tardíamente, los principios universales en los que se fundaba, les obligó a incluir a todos los demás. A partir de la década de 1790, la clase elitista comandada por Jefferson y Madison comenzó a constituir y ratificar enmiendas para instaurar un nuevo gobierno más democrático. Se impusieron reformulaciones dirigidas a neutralizar el modelo timocrático (establecida hasta ese momento y protegido desde los primeros compases de la Revolución) en la ampliación del voto, si bien, aunque se suprimiera la propiedad como formalidad incondicional en las elecciones y se incline a agudizarse el papel esencial de la representación, no se reafirma una democracia directa al estilo de la ateniense y se muestra cierta limitación al uso del concepto democracia reemplazado por uno más flojo: el de república. La implantación definitiva del sufragio universal, sin importar raza, color o la situación anterior de esclavo, se produjo con la Enmienda Decimoquinta de la Constitución el 3 de febrero de 1870, después de una sangrienta guerra civil; y la extensión del voto femenino, exigida desde el principio de la guerra de independencia y plasmada en 1848 en la Declaración General de Derechos de las Mujeres redactada por Elizabeth Cady Stanton y Lucrecia Mott, se produjo con la Enmienda Decimonovena de la Constitución ratificada el 18 de agosto de 1920.
Los estados sureños se las ingeniaron para desarrollar métodos que limitaran los derechos electorales de los afroamericanos, por medio de la intimidación, la violencia y las leyes Jim Crow. Con la llegada de la presidencia de Lyndon, ya en los años 60 del siglo pasado, se desarrolló un fuerte programa que acabó con el racismo (Ley de Derechos Civiles de 1964) que extendió el obligatorio cumplimiento de las enmiendas Decimocuarta y Decimoquinta, con el objetivo de destruir las prácticas discriminatorias y de segregación racial. Es justo en este momento cuando podemos hablar de un sufragio universal completo, o dicho de otra forma, sin distinciones de raza, sexo (desde 1920) o color.
No obstante, el hábil estratega Hamilton, que veía venir esta tendencia disgregadora de la democracia, ya en 1783, tiene en la mente la necesidad de organizar un partido, el primero en la era constitucional, de hombres «que piensen continentalmente», y hasta es posible que antes que Federalist, el nombre que tenía proyectado fuera Continentalist Party. El Partido Federalista que se formará finalmente, a iniciativa de Hamilton, como partido de notables o élites, tendrá un papel hegemónico bajo su liderazgo durante el período 1787-1800. En una primera fase, que abarca los años 1787-1792, es de creación y publicidad del programa esencial del Federalismo, a partir del núcleo original de la idea nacionalista. En las elecciones de 1792 convencionalmente se reconoce la emergencia de los Federalistas y los Republicanos-demócratas como partidos competitivos . Por un lado, se refuerza la democracia extendiéndose el sufragio universal y, por otra, los oligarcas controlan la soberanía popular al obligarles a canalizar su participación política a través de partidos políticos y de representantes electos.
Así pues, la supervivencia y estabilidad del orden clasista fue la excusa por la que la configuración del Estado que hicieron los Padres Fundadores, extraía el poder soberano del pueblo y lo canalizaba y matizaba a través de unos representantes elitistas y garantes de ese orden socio-político; una auténtica razón de Estado. La asunción básica de la razón de Estado es que el Estado es la herramienta irremplazable que permite la convivencia pacífica entre las personas en sociedades complejas. El monopolio de la fuerza que ostenta el Estado permite a la minoría gobernante imponer un sistema legal universalmente válido y prevenir la auto-destrucción de la sociedad. Un argumento paradójicamente adornado por las ideas de libertad e igualdad de todas las personas.
Revolución Francesa
Los principales ideólogos de la Revolución Francesa fueron ilustrados como Montesquieu, Voltaire, Rousseau o Diderot. Monstesquieu, como vimos más arriba, amplió las ideas previamente exploradas por el filósofo inglés John Locke, y decidió que la mejor manera de proteger la libertad individual era a través de la separación de los poderes del gobierno. Sin embargo, la intención mayoritaria entre la burguesía no era una democracia directa o real, pues el pueblo no se le considera un verdadero actor que deba participar en las decisiones políticas puesto que se dedicaría a confiscar las riquezas de los burgueses y a vivir en un total desorden. Así, el concepto de la «razón de Estado» vuelve a fundamentar filosófica y políticamente la privación de cualquier soberanía popular y democracia, ya que la dominación total de las pasiones, la libertad, la igualdad y la vida del pueblo es el medio necesario para el fin superior y supremo de la supervivencia y desarrollo de todo el potencial del Estado. Obviamente, esto justifica en caso de «necesidad» la violencia, el asesinato y la muerte del pueblo, porque, como escribió Gabriel Naudé en Science des Princes, ou Considérations politiques sur les coups-d’état (1639), “la plebe es inferior a las bestias, peor que las bestias y cien veces más necia que las mismas bestias”.
Por su parte, «Voltaire», que era el seudónimo del escritor francés François-Marie Arouet (1694-1778), continuó el legado liberal de John Locke, defendiendo el derecho natural sobre el derecho divino, la igualdad ante la Ley, la tolerancia religiosa y la libertad de expresión. Sin embargo, defendió el despotismo ilustrado de la monarquía, estando bajo el mecenazgo de príncipes como Jorge I de Gran Bretaña, Luis XV de Francia, Federico II de Prusia, o Catalina II de Rusia, y se enriqueció también por el rentismo de los habitantes de Ferney y el comercio de esclavos, defendiendo que la esclavitud se podía «humanizar».
En cuanto a Diderot, su contribución, junto con D’Alembert, como enciclopedista fue una enorme contribución al racionalismo, el escepticismo, la tolerancia y la superación de mitos religiosos. No obstante, en cuanto al pensamiento político, en la Encylopédie (1751), Diderot presenta los conceptos de libertad e igualdad en un sentido ahistórico, e inofensivo, despojándolos de todo enfrentramiento crítico con la realidad de ese momento; los privilegios son justificados forzadamente; y se reduce el concepto de ciudadanía a la población masculina: los ciudadanos son, por definición, los hombres, que deben cumplir con los deberes que implica la pertenencia a la sociedad y se benefician de sus derechos. Las mujeres, como los niños y los sirvientes, no son ciudadanos por derecho propio, sino solo por su parentesco con quienes sí lo son. En la época de la Enciclopedia, Diderot mantenía un compromiso claro con una monarquía temperada por un cuerpo intermedio entre el pueblo y el monarca.
Los Ilustrados burgueses, como vemos, tenían escaso interés en la libertad e igualdad de todos, sino más bien de su estamento social. No obstante, hubo algunas voces heterodoxas en esa ideología burguesa, y una de ellas es Rousseau. De la mano de Rousseau, el pensamiento político se radicaliza: bajo su pluma, al compromiso con la soberanía popular se agrega una crítica de la desigualdad social y el planteamiento de un gobierno popular directo como contrato entre los individuos que instituye una soberanía, única, indivisible e indelegable, que —por definición— sólo puede expresar la voluntad general. El gobierno, en esta perspectiva, no tiene ningún poder en sí mismo: es sólo el comisario, el funcionario del soberano. Es por eso que Rousseau no se preocupa demasiado de desarrollar una teoría
de las formas de gobierno: su distinción repite la tripartición tradicional monarquía/aristocracia/democracia.
En esta línea, Rousseau desprecia la democracia representativa en cuanto que nunca gobierna la mayoría, porque al existir “representantes” se extingue la voluntad del pueblo, ya que esta no puede “traspasarse” enteramente al soberano. Esto implica una imposibilidad lógica del sistema representativo, del cual Rousseau ya se había percatado: “una masa que delega su soberanía, es decir, que transfiere su soberanía a las manos de unos pocos individuos abdica de sus funciones soberanas. La voluntad del pueblos no es transferible, ni siquiera lo es la voluntad de un solo individuo”. La posición de este autor se plantea mucho más radical cuando expresa: “A medida que esta complejidad aumenta [la de la sociedad] cada vez es más absurdo intentar la ‘representación’ de una masa heterogénea en todos los innumerables problemas nacidos de la creciente diferenciación de nuestra vida política y económica. En este sentido, representar viene a significar que un deseo puramente intelectual se disfraza y es aceptado como la voluntad de la masa”.
En cuanto al mantenimiento de la libertad en el contexto de una soberanía sin límites, Rousseau no se inquieta demasiado: no puede existir desacuerdo entre los derechos de los individuos y las necesidades de la comunidad, en la medida en que la seguridad y la libertad de los individuos son los intereses mayores del todo.
Estos filósofos que se mencionan como ideólogos de la Revolución Francesa lo cierto es que estaban muertos cuando comenzó ésta (1789), y más bien pueden considerarse la justificación, y no tanto la causa, sobre todo si vemos cómo se desarrolló el proceso revolucionario francés. Las causas de la Revolución Francesa son diversas, además de ser controvertidas por los historiadores, y no las abordaremos aquí, pero la nobleza estaba muy preocupada y apelaba a la razón de Estado, como se puede leer en la súplica que los príncipes de sangre remitieron al rey, el 12 de diciembre de 1788:
«El Estado está en peligro…; se prepara una revolución en los principios del gobierno…; pronto serán atacados los derechos de propiedad y la desigualdad de las fortunas se planteará como objeto de reforma: se ha propuesto ya la supresión de los derechos feudales… ¿Podrá vuestra majestad decidirse a sacrificar, a humillar a su valiente, antigua y respetable nobleza…? Que el Tercer Estado deje ya de atacar los derechos de los dos primeros estamentos…; que se limite a solicitar la disminución de los impuestos de los que pueda estar sobrecargado; entonces, los dos primeros estamentos, reconociendo en el tercero a ciudadanos que le son queridos, podrán, dada la generosidad de sus sentimientos, renunciar a las prerrogativas que tienen por objeto un interés pecuniario y consentirán soportar, en la más perfecta igualdad, las cargas públicas».
La convocatoria por el rey Luis XVI de los Estados Generales en 1789, no se habían convocado con posterioridad a 1614, debían encontrar, en una asamblea general extraordinaria, una solución a la grave crisis financiera que padecía el país. Los Estados Generales se componían de representantes de los tres estamentos de la sociedad francesa: el clero o Primer Estado, la nobleza o Segundo Estado, y el resto de la población o Tercer Estado, fundamentalmente compuesto por la burguesía y terratenientes. El Tercer Estado reclamaba una mayor representación, y, ante la negativa de los otros estamentos de tener un voto correspondiente a su número de representantes, se constituyó como Asamblea Nacional el 17 de junio de 1789 y el 9 de julio, adoptó el nombre de Asamblea Constituyente.
La Asamblea Constituyente, a pesar del incremento de representantes del Tercer Estado, tampoco se puede considerar que fuera representativa de la sociedad civil francesa de la época, ya que las elecciones de representantes del Tercer Estado favorecían a la burguesía, debido a que se producían votaciones en segundo, tercer y cuarto grado. Las estimaciones, ya que el número de representantes fue variando, es que había un total de 1.177 diputados a mediados de julio de 1789. La división por estamentos en esa fecha era 295 para el clero, 278 para la nobleza y 604 del Tercer Estado, pero se debe tener en cuenta que el Tercer Estado contenía una mayoría de más de cuatrocientos abogados, notarios, magistrados y otros hombres de leyes, siendo el resto médicos, comerciantes y apenas ocho agricultores .
La Revolución francesa, desde sus inicios, presentó dos ámbitos socio-políticos e ideológicos diferentes, sin contar ahora a la aristocracia contrarrevolucionaria. Por un lado, los nobles y burgueses de la Asamblea Constituyente que estaban implicados en una revolución jurídica que condujera a una monarquía constitucional, con una democracia representativa y basada en el sufragio censitario, como era el caso de Sieyès, Lafayette, Saint-Étienne, Barnave, Brissot o Mirabeau, que luego formarían parte de la facción girondina. Por ejemplo, en octubre de 1789, Rabaut Saint-Étienne todavía se pronunciaba a favor de un régimen como el inglés, con una de las cámaras constituida por los dos órdenes privilegiados; defendía los privilegios honoríficos como una barrera opuesta a la democracia que, en su opinión, no era más que anarquía. Por otro lado, estaban los sans-culottes (artesanos, obreros y campesinos), que formaban el ejército revolucionario partisano y abogaban por una república de democracia directa y sufragio universal, alineados con burgueses jacobinos, montañeses (montagnards), hebertistas y enragés, como Robespierre, Danton o Saint-Just.
Estas diferencias ideológicas implicaron que los debates de la Asamblea Constituyente y la política que se estaba haciendo en París y las provincias a menudo estaba muy distanciada entre sí. En las asambleas de distrito en París, de las cuales una de las más independientes era la del distrito de los Cordeliers, donde destacaba Danton, administraban por sí mismas sus barrios y pretendían además controlar todos los actos del alcalde y de la Asamblea de la Comuna que ellas mismas habían elegido: para ellos la soberanía nacional suponía necesariamente el gobierno directo. En provincias, igual que en París, el rey se encontró desprovisto de toda autoridad. Al mismo tiempo, desapareció la centralización; cada comité o municipalidad ejercía un poder incontrolado y prácticamente absoluto, no sólo en su ciudad, sino también en las parroquias de los alrededores, donde la milicia fue enviada a visitar los castillos sospechosos, para requisar y proteger los granos y reprimir los disturbios. Se sentía con fuerza la necesidad de estar unidos para salvar la revolución: de una ciudad a otra se prometen ayuda y socorro y se van dibujando así las futuras federaciones; pero no era menos vivo el deseo de instaurar y defender celosamente la autonomía local más amplia, de modo que Francia se convirtió, espontáneamente, en una federación de comunas. No cabe duda de que la Asamblea Nacional gozaba de un prestigio que ninguna otra ha vuelto a tener, pero cada ciudad —y las parroquias rurales no tardarán mucho en emanciparse del mismo modo— era dueña de aplicar sus decretos con más o menos celo y exactitud: sólo se respetaban con rigor si realmente se estaba de acuerdo con ellos. La autonomía contribuyó sin duda a despertar entre los ciudadanos cierto interés por los asuntos públicos, a hacer surgir jefes locales y a suscitar sus iniciativas. Esta extraordinaria actividad de la vida municipal y regional es uno de los rasgos más característicos de la época.
En la noche del 4 de agosto de 1789, a propuesta de dos nobles, se abolieron los derechos feudales y los privilegios tanto individuales como colectivos, y la siguiente gran decisión de la Asamblea fue la aprobación de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobándose su forma definitiva el 26 de agosto de 1789. La declaración, escrita con aspiraciones de universalidad, trató de recoger, en sus diecisiete artículos, los derechos fundamentales de todos los hombres para todas las épocas: igualdad formal ante la ley, soberanía popular, ley como expresión de la voluntad popular, inviolabilidad de la propiedad privada, etc. Más que una declaración para construir la sociedad del futuro, era el acta de defunción del Antiguo Régimen, ya que, con un contenido esencialmente «negativo», se centraba en que no se pudieran producir los vicios y corrupción que presentaban los gobiernos de la época.
La igualdad en derechos se menciona en el primer artículo de la Declaración, pero no se desarrolla posteriormente como sí se hace con otros derechos. No es temerario suponer que, si la Asamblea descartó la mención de la «felicidad general», como objetivo de la asociación política, es porque quiso impedir que se invocase la igualdad para exigir la mejora de la suerte de los desheredados de la fortuna y que la igualdad jurídica o civil se transformara en igualdad social. La Declaración era de aplicación a los varones exclusivamente; en 1791, Olympe de Gouges publicó la declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana en un intento de igualar los derechos de ambos sexos.
Otra de las contradicciones que pronto se revelaron entre ciertos artículos de la Declaración y las concepciones constitucionales de la Asamblea Nacional fue la referida al derecho de sufragio. «Todos los ciudadanos —dice el artículo 6— tienen derecho a contribuir personalmente, o por medio de sus representantes» a la formulación de la ley. De igual forma, el artículo 14: «Los ciudadanos tienen el derecho, por sí mismos, o por medio de sus representantes», de votar el impuesto. ¡Personalmente! Era la democracia directa que pretendían instituir los distritos de París: ahora bien, la Asamblea estaba decidida a organizar un gobierno exclusivamente representativo. La Constitución de 1791 no fue sometida tampoco a la ratificación popular; el poder legislativo era el dueño casi absoluto del país y sin otro control que la reelección periódica; la misma revisión fue rodeada de tales formalidades que era imposible llevarla a cabo antes de diez años y, además, la iniciativa sólo podía manar de los legisladores y no del pueblo. El artículo 6 pareció violado desde la votación de la ley del 12 de diciembre de 1789, porque mencionaba a «todos los ciudadanos» y parecía por tanto exigir el sufragio universal, mientras que la Asamblea negó el derecho de voto a los ciudadanos pasivos, que no pagaban, como contribución pública, el valor de tres jomadas de trabajo por lo menos. En este sentido, la Declaración de derechos francesa y la Constitución de los EEUU son claramente el resultado de una ideología burguesa que sólo concibe la democracia como democracia representativa, elitista y con un concepto de ciudadanía restringido o excluyente.
En Reino Unido, Edmund Burke escribió una contestación a las ideas que estaban rondando la Revolución francesa, y en 1790 escribió el libro Reflexiones sobre la Revolución francesa, en el que claramente defendió (y vaticinó):
«Esta clase de hombres [los de clase baja] no debe ser oprimida por el Estado; pero el Estado sufre opresión si se permite que gentes como ellos, ya sea individual o colectivamente, gobiernen. En esto algunos creen que combaten prejuicios, cuando en realidad están en guerra contra la naturaleza. (…) Nada puede asegurar una conducta firme y moderada en tales asambleas, a no ser que el cuerpo que las constituye esté compuesto de miembros que gozan de dignas condiciones de vida, propiedad estable, educación y demás circunstancias que tienden a ampliar y liberar el entendimiento. (…) ¿Iba a esperarse que se ocuparan de la estabilización de la propiedad quienes debían su existencia a lo que precisamente la volvía discutible, ambigua e insegura?»
La lógica parece clara: si el fin primordial del Estado es la protección de la propiedad privada, deben gobernar quienes la posean en suficiente cantidad, porque serán los más interesados en gobernar para protegerla. Así queda constituida la propiedad privada como la razón de Estado que en última instancia puede justificar políticamente, no sólo las desigualdades legales y la ausencia de democracia, sino también la vulneración de la legislación vigente y de otros derechos civiles.
La Constitución francesa de 1791, la primera constitución escrita de la historia francesa, fue promulgada por la Asamblea Nacional Constituyente el 3 de septiembre de 1791, que fue aceptada por Luis XVI por temor a la Asamblea. Contenía la reforma del Estado francés, quedando Francia configurada como una monarquía constitucional, con división de poderes, una sola cámara legislativa y el poder ejecutivo asumido por el rey, con derecho de veto. El sufragio era censitario (los que pagaban impuestos directos equivalentes a 3 días de trabajo) e indirecto, puesto que los diputados de la Asamblea Nacional Legislativa no eran votados directamente por todos los que tienen derecho al voto, sino a través de sus representantes.
El inicial apoyo de burgueses a la revolución se fue distanciando conforme las reivindicaciones y las acciones de la población eran más radicales y violentas, como la toma de la Bastilla (14 de julio de 1789), los asaltos a las Tullerías (junio y agosto de 1792), el juicio y ejecución del rey Luis XVI (enero de 1793) o la insurrección contra los girondinos (mayo-junio de 1793). La Revolución francesa, como era de esperar, se encontró desde el principio con una fuerte oposición de la aristocracia y de un sector burgues y de pequeños comerciantes, que provocó guerra, asesinatos y acaparamiento de bienes de primera necesidad como cereales básicos. Los ideales revolucionarios pronto se vieron interpelados por estos conflictos. Por ejemplo, los días 25 y 27 de julio de 1789, hubo un debate revelador a propósito de unas cartas encontradas al barón de Castelnau, que el presidente de la Asamblea no había querido abrir sin permiso de ésta. Algunos defendieron el secreto de correspondencia; otros, entre los que se encontraba tanto Target y Barnave como Petion y Robespierre, sostuvieron que la nación tenía el derecho de recurrir a cualquier medio para desarticular el complot aristocrático. Fue un noble, Gouy d’Arsy, el que pronunció las palabras decisivas: «En caso de guerra, está permitido abrir la correspondencia, y… nuestra situación puede considerarse verdaderamente como un estado de guerra». La Asamblea pasó al orden del día, pero se ve cómo ya un mes antes de que fuera votada la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, se afirmaba el carácter relativo de tales derechos y se esbozaba la teoría, tan defendida en el año II por el Comité de Salud Pública, de que el estado de guerra suspende las garantías constitucionales, una aplicación más de la razón de Estado.
La razón de Estado no abandonaría a los revolucionarios franceses, porque el movimiento revolucionario estaba amenazado en la misma Francia, por una coalición de naciones europeas y por fuerzas contrarrevolucionarias (de moderados girondinos, de monárquicos y de revueltas campesinas o jacqueries, como la guerra de la Vendée), y se consideró que hacia falta una institución fuerte y expeditiva que aplicase condenas firmes y duras a los que se apartaran de los ideales revolucionarios. El Comité de Salvación Pública (en francés, Comité de salut public) fue una institución represiva de gobierno francesa creada entre el 5 y el 6 de abril de 1793 por los miembros de la Convención revolucionaria Maximilien Robespierre, diputado jacobino, y Georges-Jacques Danton, amparados por la declaración del estado de excepción. El Comité de Salvación Pública apoyaría y reforzaría la acción del Comité de Seguridad General que existía desde 1789.
En respuesta a una represión girondina contra políticos y activistas jacobinos, los jacobinos y sans-culottes exigieron por la fuerza el arresto y ajusticiamiento de muchos diputados girondinos de la Convención Nacional, que precisamente era mayoritariamente girondina. Así, desde principios de junio de 1793, la Convención Nacional estuvo dominada mayoritariamente por los jacobinos, liderados por Robespierre y Saint-Just. La Constitución francesa de 1793 fue la primera constitución republicana francesa, redactada por la Convención Nacional y aprobada el 24 de junio de 1793. Entre otros, incluía principios como la soberanía popular, el sufragio universal directo, derechos sociales y económicos como el derecho de asociación, el derecho al trabajo, el derecho a la educación, o la abolición de la esclavitud entre los derechos del hombre y del ciudadano y el tan discutido derecho de rebelión, como consecuencia de todos los demás derechos.
El poder del Comité de Salvación Pública se fue incrementando y, entre abril y julio de 1793, se convirtió de facto en el principal órgano de gobierno del país, adquiriendo un poder inmenso. En octubre de 1793 se suspendió la aplicación de la Constitución de 1793 para instaurar indefinidamente un gobierno revolucionario bajo el estado de excepción, hasta que se consiga una futura paz. La Convención Nacional confirió oficialmente el poder ejecutivo al Comité de Salvación Pública en diciembre de 1793 y este implantó medidas policiales extremas para impedir cualquier acción contrarrevolucionaria. Los poderes del Comité fueron renovados mensualmente por la Convención Nacional desde abril de 1793 hasta julio de 1794, cuando se disolvió. Sus medidas, en especial las represivas, fueron cada vez más arbitrarias y discutibles, no solo hacia los aristócratas monárquicos del Antiguo Régimen, sino también en contra de los revolucionarios moderados (girondinos), díscolos exaltados o de ortodoxia dudosa (dantonistas, hebertistas) que fueron acusados, juzgados y ejecutados en la guillotina de forma sumaria como «enemigos del pueblo».
La guillotina, cuyo uso fue inaugurado en abril de 1792, se instauró para evitar sufrimientos al condenado y para que la pena de muerte «fuera igual para todos, sin distinción de rangos ni clase social», ya que los plebeyos eran ejecutados hasta entonces por ahorcamiento, estrangulación o, en el peor de los casos, al ser destrozados en la rueda.
Robespierre fue detenido tras el golpe de 9 de Thermidor (27 de julio de 1794) bajo la acusación de «tiranía», le acompañaron sus amigos y aliados Louis Saint-Just, Georges Couthon, Philippe François Le Bas, así como su hermano Augustin Robespierre. La misma noche, la Comuna le liberó, pero al día siguiente, 10 de Thermidor (28 de julio) fue apresado definitivamente por la Convención, declarándosele a él y a sus seguidores «fuera de la ley», que permitía ejecutar a un acusado sin juicio ni defensa posible, pues precisamente no podía acogerse a la fuerza de las leyes (por encontrarse fuera de su amparo).
Secretos de Estado
La razón de Estado se desarrolló paralelamente al secreto de Estado y las monarquías absolutistas. El Rey Jaime I de Inglaterra se refirió a «mi Prerrogativa o secreto de Estado», al «secreto del poder del rey», o a «la reverencia mística que pertenece a quienes se sientan en el trono de Dios», y ordenó al speaker de la Cámara de los Comunes «que advirtiera a aquella Cámara que no intentara nadie entrometerse en nada que concerniera a nuestra gobernación o secretos de Estado» . El «pontificalismo» real parece descansar en la creencia legalmente establecida de que el gobierno es un mysterium administrado sólo por el alto sacerdote real y sus indiscutibles funcionarios, y que todas las acciones realizadas en nombre de esos «secretos de Estado» son válidas ipso facto, prescindiendo incluso del valor personal del rey y de sus seguidores.
Los secretos de Estado son, por tanto, los «misterios», artes y negocios del gobierno que quedan totalmente reservados al monarca, y en los que los parlamentos, ni mucho menos la población, no pueden entremeterse. Y no sólo queda vetada cualquier crítica sobre las decisiones del monarca, sino ni siquiera conocerlas por cualquier persona que el propio monarca no haya autorizado su acceso. La institución del secreto de Estado no es más que una reminiscencia útil de la divinidad atribuida en la Edad Media a los reyes, y que aún perdura en todos los Estados actuales, incluso en repúblicas constitucionales.
El secreto de Estado es un componente fundamental de la razón de Estado, y es una expresión que se refiere al establecimiento de restricciones en el acceso a la información y a la máxima publicidad en la acción del Estado. Implica restricciones en la divulgación y la exclusión de ciertas informaciones, hacia un amplio público, de actos, hechos y noticias considerados estratégicos para la «seguridad del Estado». El secreto de Estado contraviene la publicidad y control público de los actos políticos de los gobernantes en un sistema democrático. También establece sanciones legales para quien viole esta disposición, bajo el argumento de la «seguridad del orden social», la «soberanía nacional» y cuestiones de naturaleza política y/o militar .
El secreto de Estado limita las libertades civiles y políticas al establecer diversas formas de censura. Los intereses supremos que defiende el secreto de Estado son la integridad nacional, los pactos internacionales, la defensa de las instituciones, la independencia respecto a otras naciones y la preparación de la defensa militar del Estado .
Para alcanzar sus objetivos, el secreto de Estado tiende inevitablemente a violar las normas jurídicas, e incluso a usar la violencia, sobre todo cuando las olgarquías que controlan el poder del Estado consideran que dicho estatus se encuentra en peligro .
La razón de Estado se desarrolla y gira todo su discurso sobre la política de potencia (Machtpolitik), que surge cuando el término razón de Estado alcanza sus más altos niveles de conceptualización. Esta perspectiva política es conocida como la doctrina del Estado-potencia o doctrina del Machtstaatsgedanke, en las que los conceptos razón de Estado, realismo político, hegemonía, soberanía, Estado-potencia y poder absoluto se encuentran fuertemente interrelacionados .
En este contexto, la política se presenta como una actividad humana que de manera vinculante involucra la búsqueda o la ampliación de la capacidad para tomar decisiones basadas en la indiferencia moral, de acuerdo con las circunstancias y en el realismo político .
Doctrina del acto político o gubernamental
La construcción del Estado moderno, basado en la razón de Estado, ha justificado política y legalmente, a través de las principales revoluciones burguesas, que una olgarquía partitocrática sea la que realmente tome decisiones gubernamentales y legislativas, independientemente de la voluntad general. En esas revoluciones burguesas se desarrolló el constitucionalismo, y los derechos civiles y políticos se fueron extendiendo poco a poco, tras muchas luchas populares y obreras. La actuación estatal (ejecutiva, legislativa y judicial), poco a poco se consiguió que fuera más transparente, pública y basada en el imperio de la ley, y, en consecuencia, sometida a la revisión judicial o parlamentaria, anterior y/o posterior a su aprobación. Sin embargo, la razón de Estado siempre se ha reservado el poder y la capacidad de suspender el cumplimiento de las normas constitucionales, incluidos derechos fundamentales, en diversas circunstancias, como la doctrina de los actos políticos y los estados de alteración del orden público (guerra, revueltas, desastres, etc.).
El concepto de acto político o de gobierno (act de gouvernement) tiene su origen en la jurisprudencia del Consejo de Estado francés en los años de la Restauración borbónica. El Consejo de Estado fué creado por el artículo 52 de la Constitución consular del 22 frimario del año VIII (15 de diciembre de 1799), sustituyendo al sistema creado por las Constituciones de 1791 y 1795, que confiaban los juicios sobre la legitimidad de la acción administrativa a la misma Administración; sistema este último en el que, por otra parte, se hacía patente la desconfianza que los hombres de la Revolución sentían hacia los antiguos «Parlamentos judiciales» y que provocó en un primer momento -precisamente en el momento anterior al año VIII— que la Administración fuese ella misma el único juez de sus actos.
La primera decisión del Consejo de Estado en la que aparece el concepto se remonta al 1 de mayo de 1822 (el ya famoso arrét LAFFITTE): Napoleón había concedido a su hermana Paulina Borghese una renta de 670.000 francos; renta que posteriormente adquirió el banquero Laffitte. Una Ley de 12 de mayo de 1826 privó a la familia Bonaparte de todos los bienes que hubiese adquirido a título gratuito, y entre ellos la citada renta de la princesa Borghese. Laffitte impugnó ante el Consejo de Estado la negativa del Ministerio de las Finanzas a pagarle las cuotas de las rentas vencidas con anterioridad a la citada ley. El Consejo de Estado rechazó el recurso, evitando entrar en el fondo del mismo, con la consideración de que «la reclamation du sieur Laffitte tient à une question politique dont la décision appartient exclusivement au gouvernement«.
Posteriormente, la jurisprudencia y la doctrina fueron delimitando mejor la diferencia entre acto administrativo (recurrible y revisable) y acto político (no recurrible), así como cual era la institución que tenía competencia para revocar actos administrativos, e incluso se ha creado en los países del Derecho continental una jurisdicción específica contencioso-administrativa, pero no se ha llegado a cuestionar realmente la doctrina del acto político o ha tenido poca fortuna en la legislación y la jurisprudencia. Y ello a pesar de que el fundamento legal, constitucional y, sobre todo, democrático, de la doctrina del acto político no ha llegado a tener un argumento lo suficientemente fuerte como para justificar esta excepcionalidad al imperio de la ley. Primero la doctrina utilizó la «motivación política» como criterio delimitador, pero era claramente insuficiente; luego se catalogaron ciertas materias como «naturalmente» políticas (relaciones internacionales, guerra, seguridad interior, derecho de indulto), pero conforme se fueron legislando estos ámbitos, también había aspectos que sí eran revisables judicialmente; también se aludió al interés general como fundamento del acto político, pero en ese caso los propios tribunales tendrían que entrar a valorar si estaba presente el interés general o no, para admitir el recurso o no, lo cual hacía prácticamente inútil esta fundamentación. Una parte de la doctrina jurídica, admitiendo que el concepto de «acto político» no tiene una solución predeterminada, optan por delegar en el juez, que será el único órgano competente para determinar en cada caso concreto la naturaleza política del acto, pudiendo variar la lista indefinidamente adaptándose a las conveniencias del momento.
Una sentencia de la Sección V del Consejo de Estado italiano de 10 de marzo de 1951 afirmaba que «Es acto político el que tiene una causa política objetiva, es decir, el que se refiere a exigencias superiores de orden general, originadas por situaciones de hecho que pueden comprometer los intereses supremos de la generalidad y de las instituciones fundamentales del Estado, tal como existen en el momento histórico en el que se emana la disposición». Una evolución de este planteamiento es el que afirma que el acto político es, en definitiva, un
acto extra iuris ordinem, típico de las situaciones de necesidad del Estado, que por estar «fuera del Derecho» no estaba a él sometido. Otros han negado el conflicto aduciendo que el acto político no puede ser cuestionado porque es necesariamente legítimo al emanar del Gobierno cuyo mandato constitucional es velar por el interés público; y que sólo sería ilegítimo si contraviene alguna ley, en cuyo caso se trataría de un acto administrativo sometido a revisión judicial. En definitiva, la razón de Estado como excusa para que el poder ejecutivo no pueda ser controlado, ni revocadas o reprochadas sus actuaciones contra derechos e intereses legítimos de personas o colectivos.
El act of State está configurado en el Derecho inglés como una excepción procesal, que desemboca en definitiva en el mismo resultado práctico que el acto político continental, si bien el juez inglés fundamenta su decisión en un motivo que en modo alguno es el del acto político de los países europeos continentales, en cuanto que afirma su incompetencia en base a los principios generales y normales que determinan su campo de acción. Así, cuando para la solución de un litigio se hace necesaria la aplicación de otras normas, como, por ejemplo, las del Derecho internacional que no forman parte del common law, el juez debe normalmente declararse incompetente. En este sentido, el leading case Secretary of State for India (1906), ha definido el act of State como el acto del poder ejecutivo
que se manifiesta como «ejercicio del poder soberano, y por tanto, no puede ser discutido, fiscalizado o interferido por los Tribunales. Su
sanción no es la de la ley, sino la del poder soberano, y en cualquier caso debe aceptarlo tal como es, sin discusión». Actualmente y como resultado de una larga evolución jurisprudencial, la esfera de eficacia del act of State tiende a reducirse al área internacional (actos de relaciones internacionales) debido a la primacía del principio general de la rule of law, que concede a todos los ciudadanos la protección jurisdiccional contra los actos de los poderes públicos.
Las Political Questions del Derecho norteamericano tienen, por el contrario, una esfera de eficacia algo más extensa que los acts of State del
Derecho inglés. Se entienden por actos políticos los actos de aplicación general o especial realizados por la Administración en cumplimiento de sus funciones políticas, tales como la dirección de las relaciones diplomáticas de un país, la firma de los tratados, el mando y la disposición de las fuerzas militares, así como el gobierno y la dirección de las relaciones del Ejecutivo con el Legislativo. Sobre estos actos los Tribunales no poseen ningún poder de control.
La doctrina del acto político permite a la Administración Pública, brazo ejecutor del Estado, la potestad de vulnerar derechos e intereses de terceros, e incluso de colectivos o países enteros, en determinadas materias o asuntos que se rigen esencialmente por criterios de oportunidad política, con la única posibilidad para el ciudadano de recurrir ante el superior jerárquico de la misma Administración que aprobó o realizó el acto vulnerador de derechos o intereses.
Al final, después de todas sus elaboraciones dogmáticas, la mayoría de corrientes doctrinales que ha tratado el problema del concepto de «actos políticos» ha optado por hacer una simple lista de actos que consideran políticos. Una lista que, por lo demás, ha sido sometida a todas las variaciones posibles y que incluye actos de muy distinta naturaleza, imposibles de ser reconducidos a un común denominador.
Una de las materias que más consenso jurídico han generado que son actos políticos no revisables judicialmente, son las relaciones internacionales, incluida la guerra, y las vinculadas a la seguridad nacional (espionaje, secretos oficiales, etc.). En el siguiente apartado nos adentraremos en aquellos actos políticos excluidos de control judicial, e incluso parlamentario, por tratarse de materias de seguridad nacional, pero ahora abordaremos aquellos vinculados a las relaciones internacionales.
La potestad de negociar y suscribir o no tratados internacionales es una de las competencias constitucionales que poseen todos los gobiernos de los Estados actuales, y se califica como acto político porque no es la Administración la que aparece como sujeto emanante de ellos, sino la personalidad internacional del Estado, entendido como persona jurídica en su conjunto desde el punto de vista de un orden jurídico distinto del administrativo, es decir, desde el punto de vista del ordenamiento jurídico internacional. Adicionalmente, argumenta la doctrina legal, para este tipo de actos existen específicos órganos jurisdiccionales, internacionales, que hacen «imposible» hablar en este campo de inmunidad absoluta.
Esta justificación es deliberadamente débil y naif, porque por ejemplo, sin remitirnos a los sangrantes y aberrantes casos relativos a crimenes de guerra y contra la humanidad, ningún órgano constitucional estadounidense puede obligar al gobierno estadounidense a ratificar el Protocolo de Kioto o el Acuerdo de París contra el cambio climático, y ese país puede continuar emitiendo gases de efecto invernadero con total impunidad, a pesar de ser uno de los que más emiten en todo el mundo. En el lado opuesto, encontramos que los gobiernos suscriben tratados internacionales que pueden ser lesivos para los intereses generales de la población, y ningún órgano constitucional puede revocar la ratificación de dicho tratado, como, por ejemplo, sucede con el Tratado sobre la Carta de la Energía, cuyo artículo 13 dice que “Las inversiones de los inversores de una Parte Contratante en el territorio de otra Parte Contratante no serán objeto de nacionalización, expropiación o medidas de efecto equivalente”; y cuando se han denegado concesiones para la explotación de recursos petrolíferos o gasísticos, las compañías afectadas han interpuesto y ganado demandas contra los gobiernos que buscaban una transición a energías renovables, resultando condenados a indemnizaciones multimillonarias.
Actualmente, la doctrina del acto político sigue vigente en los llamados Estados constitucionales, democráticos y de Derecho, y cada cierto tiempo nos sorprende con áreas que no pueden ser sometidas a control legal o judicial. Así, la Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo en pleno, de 10 de mayo de 2016 (rec. 383/2013) apreció falta de jurisdicción para revisar el Acuerdo del Consejo de Ministros de 28 de junio de 2013, por el que se fijaban los objetivos de estabilidad presupuestaria y de deuda pública para el conjunto de Administraciones públicas y de cada uno de sus subsectores para el siguiente periodo presupuestario. El Tribunal Supremo español ha apreciado la existencia de actos políticos en otros casos, tales como la resolución sobre la solicitud de actualización de rentas prevista en la Ley de Arrendamientos Urbanos (STS 6 de noviembre de 1984 [RJ 1984, 5758]) matizada por las posteriores de 11 de mayo de 2000 [RJ 2000, 7081] y 29 de mayo de 2000 [RJ 2000, 6551]), la denegación de la convocatoria de plazas en la función pública (STS 2 octubre 1987 [RJ 1987, 6688]), la determinación del salario mínimo interprofesional (STS 24 de julio de 1991 [RJ 1991, 7553]) o el ejercicio de la potestad reglamentaria por el Gobierno (STS 26 de febrero de 1993 [RJ 1993, 1431]).
Seguridad nacional
La jurisprudencia se ha mostrado contraria a la apreciación de los actos políticos cuando puedan lesionar derechos fundamentales, salvo que se trate de asunto militares, de defensa y de guerra, en cuyo caso la razón de Estado vuelve a «exigir» la suspensión de derechos y garantías constitucionales, como auténticos actos políticos que no pueden ser sometidos a un verdadero escrutinio y fiscalización democráticos y/o judiciales. En sus orígenes esta excepcionalidad de los asuntos militares, no afectaba a los propios nacionales, porque los que morían eran extranjeros en países extranjeros, aunque los hayan matado agentes gubernamentales de nuestro gobierno.
El primer gran ejemplo del arte de gobernar siguiendo la razón de Estado, incluso antes de que ésta fuera teorizada, la encontramos en la misma guerra de conquista de América, a partir de 1492. Las Capitulaciones de Santa Fe, documento otorgado por los Reyes Católicos el 17 de abril de 1492, antes del primer viaje de Colón, marcan claramente que el objetivo de la expedición era puramente imperialista («descubrir» y «ganar» tierras) y económico, ya que cita perlas, piedras preciosas, oro, plata y especias, omitiéndose cualquier objetivo de comercio con las Indias o religioso o evangelizador. Por tanto, no parece que exista ningún tipo de problema moral con el hecho de ir a hacer la guerra a unos pueblos indígenas que prácticamente ni habían tenido contacto previo con monarcas y cortes europeas, sino que era una cuestión de simple necesidad y oportunidad políticas que justificaban los medios violentos empleados: puro maquiavelismo antes de la obra de Maquiavelo. Obviamente, posteriormente se le otorgó toda una justificación evangelizadora a la conquista de América, cuyos primeros cien años fueron una sucesión de guerras y masacres contra los diferentes pueblos indígenas. Algunos misioneros, como el dominico fray Antonio de Montesinos, dictaron sermones en defensa de los derechos de los indígenas y condenaba como anti-cristiano dar muerte y esclavizar a los indígenas. A fin de que los soldados cristianos no tuvieran el temor de que estaban condenando sus almas en la conquista del Nuevo Mundo, en la corte de los Reyes Católicos, el reputado jurista Juan López de Palácios Rubios, aplicando la doctrina de Enrique de Susa (el Ostiense), dictó el Requerimiento (1512) en el cual se explicaba que existe un Papa y unos Reyes en Castilla que por derecho divino son los señores de todo lo que hay en la Tierra, y si el líder indígena aceptaba su señorío supremo todo les iría bien y serían magnánimos, pero si no, hombres, mujeres y sus descendientes serían masacrados, torturados y esclavizados. El primer conquistador en hacer uso del Requerimiento fue Pedrarias Dávila en Panamá, en 1513. El Requerimiento no explicitaba que fueran necesarios traductores cuando se le leyera a los indígenas, pero ralmente esto poco importaba, ya que el Requerimiento no estaba hecho para los nativos, sino para satisfacer la identidad moral-legal de los españoles.
La razón de Estado siguió justificando durante los siglos XV al XVIII las guerras civiles para la consolidación del poder de los Estados. En el siglo XIX, una vez lograda la pacificación interna y el monopolio de la violencia legítima por parte del Estado, la razón de estado reaparece con todo su vigor, pero esta vez casi solamente en el campo de lo internacional. Las coaliciones que causaron las guerras revolucionarias francesas (1791-1802) y, seguidamente, las guerras napoleónicas (1802-1815) son un buen ejemplo de la expansión imperialista de los Estados europeos de esa época. No obstante, tras finalizar estas guerras, en la Europa de la Restauración surgió también una razón de sistema, denominada el Concierto Europeo, que obviamente no excluye conflictos de intereses entre los miembros de la sociedad de estados, pero que reconoce que es ventajoso para todos los Estados que tales conflictos se resuelvan dentro del marco del sistema. En definitiva, se establece que el primer objetivo del orden internacional era la preservación del sistema o sociedad de estados mismos, haciendo frente a todos los intentos expansionistas, de conquista o que buscaran la creación de un imperio universal.
En el siglo XIX, como consecuencia de ese equilibrio europeo o razón sistémica, aparece una nueva causa justa para la guerra: las revoluciones. Las revoluciones suponen cambios bruscos de legitimidad que implican desafíos sistémicos, de forma que las revoluciones no son sólo ni exclusivamente asuntos internos de cada Estado, sino que son asuntos internacionales . Así, por ejemplo, la Revolución francesa contenía cinco aspectos que suponían un desafío a la principios de la Paz de Westfalia :
1. Su distinto principio de legitimidad interna, es decir la idea de soberanía nacional;
2. sus ideas universalistas que se acercaban a la noción de una comunidad de la humanidad y que se convirtieron en llamamientos a «el derrocamiento de los tronos, el aplastamiento de los reyes y la realización universal del triunfo de la libertad y la razón«, y que distinguían entre pueblos y gobiernos;
3. su preferencia por invocar el derecho natural por encima del derecho internacional;
4. su carácter de guerra nacional -la levée en masse de agosto de 1793- y sobre todo de guerra total, que rompía con la tradición de guerra limitada y de posiciones del sistema europeo de Estados desde la segunda mitad del XVII; y
5. su recurso a la propaganda dirigida a los pueblos por encima de sus gobernantes en detrimento de la diplomacia convencional europea.
Edmund Burke fue uno de los primeros que formuló la idea de que la Revolución y los principios que la regían eran el enemigo, no tanto por ser una amenaza militar, sino por ser lo radicalmente distinto, la negación óntica de lo propio, y que la guerra no era por un objeto, sino por un sistema, de forma que el problema no era su conducta, sino su mera existencia, ya que su existencia implicaba necesariamente la hostilidad. El resultado de esta concepción contra-revolucionaria fue la Santa Alianza (Austria, Prusia y Rusia), que en 1815 puso en práctica las tesis de Burke, mediante un pacto en el que se comprometían a intervenir donde fuera necesario para defender la legitimidad monárquica y los principios del absolutismo y sofocar cualquier movimiento revolucionario, con lo que intervinieron aquí y allá, tratando de abatir la ola revolucionaria liberal que se cernía sobre Europa.
La primera oleada colonial fue protagonizada por los imperios español y portugués durante el siglo XVI, pero tras diversas guerras de independencia en América, siguió una segunda oleada, que se produjo fundamentalmente en el último tercio del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, durante la cual diversos países europeos conquistaron África y Asia de forma muy rápida. Los principales países colonialistas en esa época fueron Bélgica, Francia, Reino Unido, España, Portugal, Alemania, Italia, Rusia, Dinamarca y Países Bajos. La superioridad racial y civilizatoria europea es el argumento esencial que justifica el maltrato de los europeos hacia otros pueblos y territorios, mediante su conquista, saqueo y explotación. Sin embargo, la razón de Estado real en muchos casos ya no podía ser publicada abiertamente, pues había cada vez más voces contrarias a tales razonamientos. Así, se podían encontrar dos actitudes para justificar el colonialismo: o se invocaban valores humanitarios y formulaban el objetivo de la conquista como la propagación de la civilización, del progreso y del desarrollo
material y espiritual; o bien rechazaban los valores humanitarios y se remitían a la desigualdad natural de las razas humanas y al derecho de los más fuertes a dominar a los más débiles .
El comercio de esclavos negros durante estos siglos fue muy importante económica y políticamente para las «civilizadas» metrópolis europeas y los Estados Unidos, y, por supuesto, plenamente justificada para mayor gloria de los Estados colonizadores. El darwinismo social que predominó en el siglo XIX consagró políticamente una nueva razón de Estado: las naciones civilizadas tienen el derecho, y el deber, de intervenir en los asuntos de las naciones bárbaras y esta intervención puede desplegarse en un arco que va desde la intervención ante situaciones de injusticia manifiesta hasta la conquista y la imposición de su dominio. Los Estados, pueblos y territorios se dividían en civilizados, sociedades bien ordenadas y salvajes. Las relaciones entre los estados civilizados estaban sujetas a la costumbre y al
derecho europeos o civilizados; las relaciones de estos con las sociedades bien ordenadas daban lugar a los llamados tratados desiguales: derechos de extraterritorialidad, de comercio, etc. no recíprocos. Estos tratados estaban justificados hasta que los países que los sufrían pudieran garantizar los mínimos requerimientos de la civilización: mínima eficacia de la administración del Estado, una cierta independencia de la judicatura y protección adecuada de la vida, libertad, dignidad y propiedad de los extranjeros. Con los terceros, los salvajes, lo pertinente y justo era la ocupación y colonización. La pareja conversión o conquista se despliega aquí como una relación inversamente proporcional: cuanto más converso es el objeto de la acción europea, cuanto más civilizado, menos duras las condiciones del trato, menos conquista; cuanta más resistencia a la conversión, menos derecho se le concede a su propia voz, a su propia palabra .
Durante el siglo XIX el estándar de civilización empieza a ser codificado en los primeros tratados que los países europeos realizan con los no europeos y que van adquiriendo el valor de normas de derecho internacional consuetudinario. A finales del siglo XIX, conquista, comercio y civilización son parte de un mismo paquete, sin fisuras sustanciales, que es la idea del progreso de la modernidad. El poder y la riqueza van indisolublemente unidas, aunque sin confundirse, y esa búsqueda de la riqueza convierte al planeta, desde el siglo XVI, en una economía-mundo, y estas relaciones de poder y dominación se legalizan como argumento legitimador definitivo. Esta concepción de las relaciones internacionales y entre los pueblos pervivió hasta plasmarse incluso en el artículo 22 del Pacto de la Sociedad de Naciones (1919): «El bienestar y el desenvolvimiento de esos pueblos constituye una misión sagrada de civilización«.
Así, se fue impidiendo cualquier posibilidad de deliberación, decisión o control sobre los «secretos de Estado» (arcana, mysteria) alegando la ignorancia del vulgo sobre cuestiones de seguridad nacional.
La construcción de los Estados-nación sobre el concepto de soberanía nacional, creaba una triada de territorio, población y gobierno, que fundamentó el fin de la seguridad nacional (seguridad, defensa, guerra) como valor supremo y eje del arte de gobernar, para preservar a las poblaciones, las instituciones y el espacio geográfico a salvo de los enemigos externos e internos. El fin superior y supremo de la seguridad nacional es al que se someten otras esferas, como la economía, la salud y la educación, entre otras, para así aprovechar todos los insumos que pudiera generar una sociedad, y aumentar con ello la potencia y las capacidades estatales.
El poder y potencial estatales requería el desarrollo de capacidades que aseguraran el cumplimiento de su propia conservación, mediante el ejército permanente y la burocracia (profesional), y que, junto a la consolidación del Estado de Derecho, darían paso al establecimiento pleno del Estado moderno. El monopolio del uso de la fuerza y de la coerción legal, tanto en el interior como en el exterior, eran imprescindibles para imponer lo público sobre lo privado, y garantizar la seguridad nacional.
Los ejércitos profesionales que se extienden con el desarrollo de los Estados-nación, no sólo son la institución imprescindible que da soporte a la autoridad y defensa estatales contra enemigos externos e internos, sino que además su estructura y diseño sirven como modelo para otras entidades burocráticas de la Administración Pública. La institución militar y castrense es de suma importancia para la consolidación del Estado, y se integra como parte de las lógicas de la actividad política o, mejor dicho, como un instrumento de la política: “la guerra es la continuación de la política por otros medios” (Carl von Clausewitz, De la guerra, 1832).
Así, si la razón de Estado legitima que el primero de los fines de todo Estado consista en la garantía de su propia existencia y su conservación, para conseguir ese primordial doble objetivo es necesario neutralizar a todas las fuerzas internas o externas que intenten obstruir su consecución, lo cual legitima también la doctrina de la guerra justa, que puede generarse en el marco de una guerra de autodefensa contra un agresor interno o externo, o para reclamar algún daño supuestamente infligido al Estado. La guerra justa que, antes de su sistematización por Santo Tomás de Aquino en su Summa Theologica (1265-1274), se identificaba con la guerra santa y las Cruzadas, el Estado-nación secular, a través de Hugo Grocio (De iure belli ac pacis, 1625) y más claramente en Hegel (Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y ciencia política, 1821), vinculó la justicia de la guerra a la razón de Estado como un bien superior y bueno en sí mismo, por encima de cualquier otra consideración. Para Hegel el Estado, en cuanto garante de la unidad e identidad dentro y fuera de sus fronteras, puede declarar la guerra si su soberanía se encuentra en peligro. De hecho, Hegel considera que la esencia del surgimiento de los Estados radica en la defensa de su soberanía, que en ocasiones puede justificar el inicio de la guerra (es lo que él llama «momento ético de la guerra»). Afirma, por tanto, que la guerra no es un mal absoluto, aunque subraya que solo estaría justificada a la hora de defender cuestiones de vital importancia para el Estado (por ejemplo, si fuese necesaria para mantener su cohesión interna), entendiendo además que en ocasiones la guerra externa constituye la mejor forma de salvaguardar la paz interna.
La segunda oleada de colonialismo europeo hizo temer a los EEUU que los Estados europeos se volvieran a interesar en dominar América, un continente que precisamente había ganado su independencia recientemente (EEUU en 1776, y el resto de Latinoamérica entre 1808 y 1828). Esta idea se concretó finalmente en la denominada doctrina Monroe, derivada de un mensaje al Congreso por el presidente James Monroe el 2 de diciembre de 1823 (párrafos 7, 48 y 49):
«(…) por las francas y amistosas relaciones que existen entre los Estados Unidos y aquellas potencias [europeas], declarar que consideraremos cualquier intento por su parte de extender sus sistemas a cualquier parte de este hemisferio como peligrosa para nuestra paz y seguridad. Con las colonias o dependencias de cualquier potencia europea no nos hemos entrometido, ni lo haremos. Pero con los Gobiernos que han declarado y mantenido su independencia, y cuya independencia hemos, en gran consideración y sobre justos principios, reconocido, no consideraremos ninguna intervención con el propósito de oprimirlos, o de controlar de cualquier manera sus destinos por parte de cualquier potencia europea, de otra manera más que como la de una predisposición hostil hacia los Estados Unidos (…)»
Sin embargo, lo que aparentemente era una razón de Estado y una reivindicación legítima de la independencia estadounidense y del resto de países latinoamericanos, se fue transformando en un imperialismo estadounidense sobre América Latina. No hay que olvidar que en 1823, los territorios de Texas, Alta California y Nuevo México, Oregón, Alaska o Hawai, aún no formaban parte de los EEUU que conocemos ahora. Por tanto, la razón de Estado de los EEUU les conducía, en su visión del Destino Manifiesto (la expansión de EEUU desde el Atlántico al Pacífico), a expandir sus fronteras para consolidar su Estado, a pesar de los obstáculos que puedan poner las potencias europeas. En su primer mensaje anual al Congreso, el 2 de diciembre de 1845, el presidente James Polk reafirmaba la doctrina Monroe ante «La rápida extensión de nuestros asentamientos sobre nuestros territorios hasta ahora desocupados, la adición de nuevos Estados a nuestra Confederación, la expansión de los principios de libertad y nuestra creciente grandeza como nación están atrayendo la atención de las potencias de Europa«. La mayoría de los nuevos territorios incorporados por EEUU habían sido negociados, pero tras la independencia de Texas y su anexión a EEUU (1845), la guerra estalló entre EEUU y México en 1846. La guerra finalizó en 1848 con la entrega de Alta California y Nuevo México a EEUU, que básicamente era el 55% del territorio de México en aquel momento.
Las pretensiones imperialistas que escondía la doctrina Monroe se vieron aún más claramente en el caso de Cuba, que era una colonia española ya establecida, y sobre la que, en principio, EEUU no perturbaría a las metrópolis europeas ya consolidadas. El entonces embajador estadounidense en Madrid, Pierre Soulé, junto con los embajadores en París y Londres, redactó un documento conocido como el Manifiesto de Ostende, que envió a Washington en octubre de 1854. En él, los ministros afirmaban que “Cuba pertenecía naturalmente a la gran familia de Estados respecto de los cuales la Unión Americana actuaba de providencial tutela”, y recomendaban al Gobierno que, por razones de seguridad nacional, EEUU debería declarar la guerra a España y arrebatarle Cuba si Madrid persistía en su negativa a vender la isla. La guerra civil estadounidense paralizó temporalmente estas reivindicaciones.
En el mandato del presidente Hayes (1877-1881), la doctrina Monroe volvió a utilizarse como recurso en interés de EEUU, durante los años en los que se planteó la construcción del canal de Panamá. Sin embargo, esta vez ya ni siquiera se hacía con vistas a la expansión del país por Norteamérica, sino con el objeto de intervenir directamente en la conformación de otras naciones del continente americano a favor, en principio, de los intereses económicos y comerciales de Washington. Así, en un mensaje al Congreso el 8 de marzo de 1880, el presidente Hayes declaró que, para evitar injerencias por parte de cualquier potencia imperialista, EEUU debería ejercer el control exclusivo sobre cualquier canal interoceánico que se construyese, como si el mismo estuviera situado en la costa estadounidense.
El asunto de Cuba volvió a resurgir en 1898, con Cuba ya libre de esclavitud desde 1870, y con autonomía política reconocida por España. La doctrina Monroe, entendida estrictamente, no permitiría la intervención en un país cuya colonización estaba consolidada. Sin embargo, en plena guerra entre España y el movimiento independentista cubano, los EEUU pasaron a la acción por la fuerza bajo las órdenes del presidente McKinley (1897-1901). El presidente McKinley buscaba, en el marco de la expansión comercial de EEUU, una mayor presencia e influencia en el Pacífico y en el Caribe. Tras la famosa y accidental explosión del Maine, pero que fue falsa e interesadamente atribuida a España, y el rechazo de España al ultimátum planteado por EEUU, McKinley encontró por fin la forma de tomar para su país la isla de Cuba, a la que se unieron, aprovechando la guerra, Filipinas, Guam y Puerto Rico. EEUU ganó la guerra, pasando dichos territorios a su dominio. En Cuba, el control militar de la isla que aplastaba cualquier movimiento independentista y la enmienda Platt a la Constitución cubana de 1901 se mantuvo en vigor hasta 1934; en Filipinas, los filipinos se rebelarían contra el dominio estadounidense al año siguiente de la guerra, desatando una terrible contienda contra EEUU que los americanos acabaron aplastando en 1902, con abundantes quemas de aldeas, torturas y violaciones por parte de los soldados estadounidenses, y se convirtió en una colonia de EEUU hasta la Segunda Guerra Mundial; Guam y Puerto Rico quedaron definitivamente bajo el dominio norteamericano.
En la presidencia de Theodore Roosevelt (1901-1909) la doctrina Monroe alcanzó un nuevo nivel con el mensaje al Congreso que el presidente pronunció el 6 de diciembre de 1904, erigiéndose en «gendarmes» del mundo:
«Los disturbios crónicos o la impotencia que resulta de un debilitamiento general de los lazos de la sociedad civilizada, pueden requerir en América, así como en cualquier otra parte, la intervención de una nación civilizada, y por lo que se refiere al hemisferio occidental, la adhesión de los Estados Unidos a la doctrina Monroe, puede forzarlos, aun a su pesar, en casos flagrantes de disturbios o de impotencias, a ejercer las funciones de policía internacional. (…) Nuestros intereses y los de nuestros vecinos del sur, en realidad, son idénticos. Tienen grandes riquezas naturales y, si dentro de sus fronteras prevalece el imperio de la ley y la justicia, es seguro que les llegará la prosperidad. Mientras obedezcan así las leyes primarias de la sociedad civilizada, pueden estar seguros de que serán tratados por nosotros con un espíritu de cordial y servicial simpatía. Interferiríamos con ellos solo como último recurso, y solo si se hiciera evidente que su incapacidad o falta de voluntad para hacer justicia en el país y en el extranjero haya violado los derechos de los Estados Unidos o haya invitado a la agresión extranjera en detrimento de todo el cuerpo de naciones americanas«.
El claro ejemplo de esta doctrina Monroe que aplicó Roosevelt, fue el apoyo de EEUU a la separación de Panamá de Colombia en 1903, tras la negativa del gobierno colombiano a la propuesta estadounidense para construir el canal de Panamá. En esos años se produjeron otras ocupaciones militares por parte de Estados Unidos, de Cuba (1906-1909), de Haití (1915-1934), o de la República Dominicana (1916-1924).
La Primera Guerra Mundial dejó una Europa devastada, y el Tratado de Versalles una Alemania hundida moralmente y en la miseria económica. Los filósofos y pensadores de la época comenzaron a plantear otros caminos políticos para salir de tal colapso social, político y económico. El liberalismo y la democracia fueron criticados duramente, y los conceptos de Estado y de razón de Estado también fueron revisados profundamente. Así, Carl Schmitt en su famoso texto de 1932, El concepto de lo político, tras hacer una exposición de las categorías centrales de toda obra humana, defiende que «la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo«. Es política toda asociación que se orienta por referencia al caso «decisivo»; al momento en el que tiene que distinguir, dentro del pluriverso estatal, a las unidades políticas amigas de aquellas que buscan eliminar el modo de vida —el estatus y, por tanto, el Estado— de la propia. Y aquel que puede distinguir entre los amigos y los enemigos del Estado no es un sujeto sin poder, sino aquel que puede decidir sobre el peligro real que amenaza el Estado, y, con él, a la Constitución; y éste es el soberano.
El soberano, según Schmitt, es la unidad personal y el creador último, puesto que puede suspender in toto a la Constitución del Estado para la salvaguarda de la unidad política; pero también porque sobre el soberano pesa la responsabilidad de defender la Constitución del peligro existencial de su disolución. En última instancia, lo político no consiste de manera exclusiva en poder distinguir al amigo del enemigo, sino en poder conjurar el peligro de la guerra que es la amenaza última que pesa sobre el Estado mismo: la amenaza de muerte. Se entiende por qué Schmitt acota con tanta insistencia este problema en El concepto de lo político: «La guerra no es, pues, en modo alguno, objetivo o incluso contenido de la política, pero constituye el presupuesto que está siempre dado como posibilidad real, que determina de una manera peculiar la acción y el pensamiento humanos, y origina así una conducta específicamente política«.
En el segundo Prefacio del texto de Schmitt sobre la crisis del parlamentarismo, que se ha hecho famoso por ello, se suele citar solamente un fragmento, pero se subordina la siguiente expresión: «Por tanto, forma parte, necesariamente, de la democracia, primero, la homogeneidad y, segundo —en caso necesario—, la separación o aniquilación de lo heterogéneo» (Carl Schmitt, Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual). La diferencia y la diversidad no se puede gestionar políticamente para Schmitt, y sólo cabe la aniquilación de lo diferente por el bien de la democracia.
La unidad del Estado, que pasa a ser un Estado totalitario en Schmitt, exige homogeneidad y que cada Estado-nación esté compuesto por una sola nacionalidad. ¿Qué pasa cuando en un mismo Estado tenemos distintas «nacionalidades» o minorías étnicas? Hay dos formas de «solucionar» esta situación «anormal»: una, pacífica, consiste en la asimilación, que en realidad es una aculturación; «el otro método es más rápido y violento: supresión del elemento extraño mediante opresión, expulsión de la población heterogénea, y medios radicales análogos» (Carl Schmitt, Teoría de la Constitución). Obviamente, todas estas posturas políticas hicieron que Schmitt se afiliara al Partido Nazi en 1933 y asumiera puestos de responsabilidad en las academias de juristas y publicaciones jurídicas del régimen nazi.
En la Alemania de entreguerras fue cogiendo fuerza el concepto biológico de Lebensraum (espacio vital), que fue extrapolado al ámbito geopolítico y ultranacionalista, primero por Friedrich von Bernhardi en su libro Alemania y la siguiente guerra (1911), que identificó explícitamente a Europa del Este como la fuente de un nuevo hábitat nacional para el pueblo alemán; y dijo que la próxima guerra sería expresamente por adquirir el Lebensraum, es decir, para el cumplimiento de la «necesidad biológica» de proteger la supremacía racial alemana. En segundo lugar, el profesor Karl Ernst Haushofer, a través de su Instituto de Geopolítica (1922), en Múnich, y de la Revista de Geopolítica (Zeitschrift Für Geopolitik) que fundó en 1924, defendió y difundió entre los intelectuales la interpretación ultranacionalista del Lebensraum para vengar la derrota militar en la Primera Guerra Mundial (1914–1918), y revertir lo establecido por el Tratado de Versalles (1919). Por supuesto, Hitler utilizó el argumento del Lebensraum en su libro Mi lucha (1925) para fundamentar el Gran Reich Alemán, que estaría destinado a colonizar Europa del Este y la Unión Soviética, y de ese modo resolver el problema de la sobrepoblación, garantizando la supremacía racial aria, y que los Estados europeos debían aceptar esta demanda geopolítica alemana. La devastación y atrocidades que provocaron estas ideas políticas de la razón de Estado durante la Segunda Guerra Mundial son muy conocidas.
La doctrina del Lebensraum no deja de ser una razón de Estado igual que la doctrina Monroe y del Destino Manifiesto estadounidense; que no sólo era una declaración política, sino que los estadounidenses también la llevaron a la práctica, como claramente demostraron en las guerras contra mexicanos y españoles antes que el Partido Nazi en Alemania; y que los estadounidenses seguirían practicando tras la Segunda Guerra Mundial. Hasta tal punto las ideologías de nazis y de los partidos estadounidenses estaban tan alineadas, que de la misma forma que los nazis del III Reich encarcelaba y/o asesinaban a judíos o comunistas, en zonas remotas del interior de los EEUU, la War Relocation Authority creó diez campos de concentración para japoneses tras el ataque de Pearl Harbor (1942-1946), deportando forzosamente y encarcelando a 120.313 personas de etnia o ascendencia japonesa que vivían en EEUU, muchas de ellas ciudadanas con nacionalidad estadounidense, que fueron denominadas «evacuados», por el riesgo a la seguridad nacional que podían suponer.
La nueva amenaza a la seguridad nacional estadounidense, y por extensión europea, serán los totalitarismos que impedían la libertad de sus ciudadanos. La expansión de la libertad y la democracia en el mundo será la nueva razón de Estado de los EEUU, autodenominándose el «mundo libre», como consagró el presidente Harry Truman en su discurso ante el Congreso el 12 de marzo de 1947:
«Sin embargo, no alcanzaremos nuestros objetivos a menos que estemos dispuestos a ayudar a los pueblos libres a mantener sus instituciones libres y su integridad nacional contra los movimientos agresivos que buscan imponerles regímenes totalitarios. Esto no es más que un franco reconocimiento de que los regímenes totalitarios impuestos a los pueblos libres, por agresión directa o indirecta, socavan los cimientos de la paz internacional y, por lo tanto, la seguridad de los Estados Unidos.»
La expansión de la política exterior y de defensa estadounidense desde ese momento, con la doctrina Truman, tendría como escenario de operaciones, no solo el continente americano, sino todo el mundo. El viejo enemigo del colonialismo europeo en América, con las potencias coloniales europeas arruinadas y sometidas al poder del dólar estadounidense, ha caído y es sustituido por el nuevo gran enemigo: el comunismo. El primer conflicto en el que se puso en práctica la doctrina de la contención de Truman fue en la guerra civil griega (1946-1949), luego la guerra de Corea (1950-1953), seguido de la guerra de Laos y Vietnam (1953-1975), y multitud de intervenciones militares, financiación (transferencias y venta de armamento) y apoyo militar (formación, inteligencia, propaganda) a dictaduras y golpes de Estado en el Sureste asiático, Oriente Medio, África, y Latinoamérica. En Latinoamérica los estadounidenses ejecutaron la operación Cóndor, en Europa los estadounidenses, a través de la OTAN, implantaron la red Stay Behind en los países pertenecientes a la OTAN y en los que pudieron infiltrar del Pacto de Varsovia, para financiar, entrenar y armar en actividades de resistencia encubierta, incluyendo asesinatos y terrorismo, provocación política y tácticas de desinformación contra la expansión del comunismo, utilizando para ello las redes y activos que aportaban los nazis que fueron reclutados por los estadounidenses tras la Segunda Guerra Mundial.
En los años 90 del siglo pasado, tras la desintegración de la URSS, el enemigo comunista fue prácticamente eliminado del escenario internacional. Y la nueva doctrina de la seguridad nacional, y los documentos estratégicos de la OTAN, se adaptaron para continuar sirviendo al amo estadounidense y al complejo militar-industrial: el nuevo enemigo era el terrorismo internacional, especialmente el yihadista. El nuevo milenio se inauguró con los atentados del 11-S y, automáticamente, comenzó la Guerra Global contra el Terror. En esta nueva guerra global, las legislaciones penales del mundo occidental fueron transformadas para obviar las garantías y derechos de toda la ciudadanía, las torturas fueron legalizadas, el secuestro y desaparación de presuntos terroristas se ha convertido en el procedimiento estándar, todas las comunicaciones electrónicas y rastros digitales a nivel mundial son intervenidos y analizados sistemática y automatizadamente, y la doctrina de la guerra preventiva permite invadir países y utilizar al ejército en la persecución y asesinato de presuntos terroristas.
El asesinato de Osama bin Laden y de otros cabecillas de Al Qaeda, así como la retirada de EEUU de Afganistán, ha hecho que la Guerra contra el Terror deje de justificar tantos sacrificios. Pero la doctrina de la seguridad nacional debe continuar, y la guerra comercial con China y la invasión de Ucrania en 2022 anuncian un nuevo enemigo global: las potencias euroasiáticas (Rusia y China).
El secreto de Estado, que en sus orígenes se utilizaba para que la población no se entrometiera en los asuntos del rey, durante y sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial se perfeccionaría para encubrir los crímenes y atrocidades que los Estados, a través de sus ejércitos y agentes, cometerían durante la Guerra Fría y hasta la actualidad. Obviamente, estos crímenes estatales y los secretos que los encubren siempre quedan plenamente justificados por una razón de Estado superior a los derechos humanos y la democracia de los «peones» (el pueblo), que son sacrificados en el gran juego de ajedrez global que llevan jugando los oligarcas globalistas durante los últimos quinientos años.
Referencias